lunes, 28 de marzo de 2011

La veneciana, de Vladimir Nabokov

1
Delante del castillo de tonos rojizos, entre frondosos olmos, había una pista de tenis de hierba intensamente verde. Aquella mañana temprano, el jardinero había pasado un rodillo de piedra hasta dejarla suave y lisa, arrancado un par de margaritas, redibujado las marcas del césped con cal líquida y había colocado bien tirante una nueva red elástica y resistente entre los dos postes. El mayordomo había traído de un pueblo cercano una caja en la que reposaba una docena de pelotas blancas como la nieve, vellosas al tacto, todavía ligeras, aún vírgenes, envueltas todas y cada una de ellas, como fruta preciosa, en su propia lámina de papel transparente. Eran las cinco de la tarde, más o menos. El sol maduro dormitaba aquí y allá sobre la hierba y por los troncos de los árboles se filtraba a través de las hojas y bañaba plácidamente la pista de tenis que ahora empezaba a cobrar vida. Había cuatro personas jugando: el coronel en persona (el propietario del castillo), la señora McGore, Frank, el hijo del anfitrión y Simpson, un amigo suyo de la universidad.
Los movimientos de alguien que juega, así como su letra en momentos más tranquilos, dicen mucho acerca de su personalidad. A juzgar por los golpes directos, y como agarrotados del coronel, la expresión tensa de su rostro carnoso que parecía que acabara de escupir de un resoplido el imponente bigote gris que se alzaba sobre sus labios; el hecho de que, a pesar del calor, no se hubiera desabrochado los botones del cuello de su camisa; la forma en que abordaba su servicio, con las dos piernas firmemente separadas y ancladas como si fueran dos postes blancos, a juzgar por todo ello uno podía llegar a la conclusión, primero, de que no había sido nunca un gran jugador, y segundo, de que era un hombre chapado a la antigua, testarudo, y sujeto a ataques ocasionales de ira furiosa. De hecho, si al golpear la pelota ésta acababa en los rododendros, lanzaba un conciso juramento entre dientes, o miraba desorbitadamente a su raqueta con ojos de pez, como si no pudiera perdonarle que le hubiera fallado de forma tan humillante. Simpson, su pareja del momento, un joven delgado y rubio con ojos mansos y enloquecidos a un tiempo que brillaban y no dejaban de batir detrás de sus gafas como si fueran ligeras mariposas azul claro, se esforzaba al máximo en su juego aunque el coronel, desde luego, nunca expresaba su disgusto cuando la pérdida de un punto se debía a un fallo de su compañero de juego. Pero por mucho que Simpson lo intentara, por mucho que saltara de un lado al otro de la pista, no conseguía dar un buen golpe. Se sentía como si fuera a desgarrarse en las costuras de su cuerpo, como si su timidez le impidiera dar el golpe preciso y como si, en lugar de un instrumento de juego, elaborado ingeniosa y meticulosamente a partir de unas tripas color ámbar trenzadas en cuerdas e insertadas en cálculo perfecto dentro de un marco, estuviera agarrando un madero seco y torpe contra el que rebotaba la pelota con un estallido penoso, para acabar inevitablemente dando contra la red o contra los matorrales, arreglándoselas incluso para llevarse por delante el sombrero de paja que se asentaba en la coronilla redonda del señor McGore, quien observaba plácidamente y sin demasiado interés, junto a la pista, cómo su joven esposa Maureen y el ágil y rápido Frank derrotaban a sus sudorosos contrincantes.
Si McGore, experto connaisseur de los viejos maestros y restaurador, diestro también en todo tipo de lienzos y marcos de cuadros antiguos, que consideraba que el mundo no era sino un boceto más bien pobre, pintarrajeado con malos óleos en un lienzo frágil, hubiera sido el tipo de espectador curioso e imparcial que resulta conveniente a veces, habría llegado a la conclusión de que Maureen, la alegre, esbelta y morena Maureen, vivía del mismo modo desenvuelto y despreocupado con que jugaba y de que Frank trasladaba asimismo a su vida su capacidad para devolver el golpe más difícil con la gracia más elegante. Pero, de la misma forma que la letra de una persona puede engañar a la adivina en razón de su aparente sencillez, el juego de esta pareja vestida de blanco no revelaba en verdad nada más allá del hecho de que Maureen jugaba un tenis flojo, suave, distraído, femenino, mientras que Frank trataba de no golpear la pelota demasiado fuerte, acordándose de que no estaba en un torneo universitario sino en el parque de su padre. Se movía sin esfuerzo tras la pelota, y sus golpes largos producían una sensación de aplomo físico: cada movimiento tiende a describir un círculo completo, e incluso, cuando, en el punto medio de su trayectoria se transforma en el vuelo lineal de la pelota, la mano percibe sin embargo al instante su continuación invisible que se prolonga a través de los músculos hasta llegar al hombro, y es precisamente este centelleo interno que se prolonga lo que hace que el golpe sea redondo. Con una sonrisa flemática en su rostro afeitado y bronceado, que dejaba al descubierto el brillo de sus dientes sin mácula, Frank se alzaba de puntillas y, sin esfuerzo aparente, blandía el antebrazo desnudo. Aquel arco abierto y generoso contenía en su seno una especie de fuerza eléctrica, y la pelota salía botando con un sonido particularmente tenso y preciso de las cuerdas de su raqueta.
Había llegado con su amigo aquella mañana a pasar las vacaciones en casa de su padre, y se había encontrado allí con el señor y la señora McGore, conocidos suyos que llevaban más de un mes de visita en el castillo; el coronel, encendido por la noble pasión de la pintura, perdonaba gustosamente a McGore su origen extranjero, su personalidad poco sociable y su falta de sentido del humor a cambio de la ayuda que este famoso experto en arte le concedía, y también a cambio de los magníficos e inapreciables lienzos que le conseguía. Especialmente magnífica era la última adquisición del coronel, el retrato de una dama pintado por Luciani, que McGore le había vendido por una suma suntuosa.
Aquel día, McGore, ante la insistencia de su mujer, que conocía la meticulosidad del coronel, se había puesto un traje claro de verano en lugar de la levita que lucía habitualmente, pero, aun así, no había logrado que su anfitrión considerara aceptable su atuendo: llevaba una camisa almidonada con botones de perla, lo cual era, a todas luces, inadecuado. Tampoco eran demasiado apropiados para la ocasión sus botines de un rojo amarillento, ni tampoco el hecho de que sus pantalones no tuvieran la vuelta que el difunto rey había puesto instantáneamente de moda cuando inopinadamente tuvo que atravesar unos charcos para cruzar la calle; tampoco su viejo sombrero de paja con aquella ala roída de la que emergían los bucles grises de McGore parecía especialmente elegante.
Había algo simiesco en su rostro: una boca protuberante, un gran espacio entre la nariz y el labio superior y todo un complejo sistema de arrugas que permitía leer su cara como si fuera la palma de una mano. Mientras contemplaba el vaivén de la pelota a uno y otro lado de la red, sus ojillos verduscos se disparaban a la derecha, a la izquierda, a la derecha de nuevo, para detenerse a parpadear perezosamente cuando el vuelo de la pelota se interrumpía. A la brillante luz del sol, el blanco vivo de los tres pantalones de franela y de la falda corta y alegre contrastaba armoniosamente con el verdor de manzana de la hierba pero ya, como hemos observado, McGore consideraba al Creador de la vida como un imitador de segunda fila de los grandes maestros a cuyo estudio había dedicado cuarenta años.
Mientras tanto, Maureen y Frank, que ya llevaban cinco juegos de ventaja, estaban a punto de ganar el sexto. Frank, que tenía el servicio, lanzó la pelota con la mano izquierda, se echó atrás como si estuviera a punto de caerse de espaldas, e inmediatamente se inclinó hacia delante arqueando el torso en un amplio movimiento, mientras su raqueta reluciente golpeaba oblicuamente la pelota, que salió disparada al otro lado de la red para saltar como un relámpago blanco más allá de Simpson, que, impotente, se la quedó mirando de reojo mientras le cruzaba por delante.
—Partido —dijo el coronel.
Simpson experimentó un gran alivio. Se sentía demasiado avergonzado de sus golpes inexpertos para poder entusiasmarse con el juego, y su vergüenza se intensificaba debido a la extraordinaria atracción que sentía por Maureen. Como es tradicional todos los jugadores se dieron la mano, y Maureen sonrió maliciosamente mientras se ajustaba el tirante en el hombro desnudo. Su marido aplaudía indiferente.
—Tenemos que jugar uno de individuales —apuntó el coronel, dándole una palmada a su hijo en la espalda, mientras éste, sonriendo, recogía el blazer de rayas de su club con el escudo violeta en el pecho.
—¡Té! —dijo Maureen—. Me muero por una taza de té.
Todos se encaminaron hacia la sombra de un olmo gigante donde el mayordomo y la doncella, uniformada en blanco y negro, habían dispuesto una mesa portátil. Había té negro como la cerveza de Munich, sándwiches que consistían en rodajas de pepino colocadas sobre unos rectángulos de pan sin corteza, un bizcocho oscuro picado con pasas y unas enormes fresas con nata. También había varias botellas de barro con ginger-ale.
—En mis tiempos —empezó el coronel, dejándose caer con movimientos pesados pero también placenteros en una silla de lona—, preferíamos deportes más duros y sangrientos, auténticamente ingleses, el rugby, el cricket, la caza. Hay un cierto toque extranjero en los juegos de hoy día, algo un punto frágil. Soy un fiel defensor del dominio masculino, de la carne jugosa, de la botella de oporto al caer de la tarde, lo cual no me impide —concluyó el coronel, mientras se alisaba su gran bigote con un pequeño cepillo— gozar con los vigorosos cuadros antiguos que tienen el mismo lustre que aquel vino poderoso.
—Por cierto, coronel, ya hemos colgado La Veneciana —dijo McGore con su voz lastimera, dejando el sombrero en la hierba, junto a su silla, y rascándose la coronilla, calva como una rodilla, en torno a la cual todavía se aprestaban unos pocos y sucios rizos grises—.Elegí el lugar mejor iluminado de la galería. Han instalado una lámpara encima. Me gustaría que usted lo viese.
El coronel detuvo el brillo de su mirada primero en su hijo, después en el avergonzado Simpson, y luego sobre Maureen, que no paraba de reírse y hacer muecas como si se quemase con el té demasiado caliente.
—Mi querido Simpson —exclamó enérgicamente aprovechándose de su presa elegida—, ¡usted no lo ha visto todavía! Perdóneme por arrancarle de su sandwich, amigo mío, pero me siento en la obligación de mostrarle mi cuadro nuevo. Los entendidos están como locos con él. Venga. A Frank ni me atrevo a pedírselo.
Frank asintió jovialmente.
—Tienes razón, padre. Los cuadros me perturban.
—Volveremos en seguida, señora McGore —dijo el coronel mientras se levantaba—. Tenga cuidado, va a pisar la botella —le dijo a Simpson que también se había levantado—. Prepárese para verse inundado en belleza.
Los tres se encaminaron hacia la casa a través del césped suavemente iluminado por el sol. Frunciendo el ceño, Frank los miró fijamente, para después observar el sombrero de McGore abandonado en la hierba junto a la silla (exhibía abiertamente ante Dios, ante el azul del cielo y ante el sol, su blanquecino envés con una mancha grasienta justo en el centro, sobre la marca de una sombrerería vienesa), y luego, volviéndose hacia Maureen, dijo unas breves palabras que sin duda sorprenderán al lector poco perspicaz. Maureen estaba sentada en un sillón bajo, cubierta por trémulos anillos de sol, con la frente apoyada en la red dorada de la raqueta, y su rostro se volvió de inmediato un punto más viejo y también
más severo cuando Frank le dijo:
—Vamos, Maureen. Ya es hora de que tomemos una decisión...

2

McGore y el coronel, como dos guardianes, condujeron a Simpson hasta un vestíbulo fresco y espacioso, en cuyas paredes brillaban unos cuadros y donde no había más mobiliario que una mesa ovalada de madera negra reluciente en el centro, cuyas cuatro patas se reflejaban en el espejo dorado del nogal del parqué. Después de conducir a su prisionero ante un gran lienzo con un opaco marco dorado, el coronel y McGore se detuvieron, el primero con las manos en los bolsillos, el segundo sacándose pensativamente de la nariz una punta de algo seco y gris como polen que dispersó luego tras frotarlo levemente entre sus dedos.
El cuadro era realmente muy hermoso. Luciani había pintado a la belleza veneciana de medio perfil, contra un cálido fondo negro. El ropaje rosáceo revelaba su cuello prominente de tintes oscuros, con unos pliegues extraordinariamente tiernos tras la oreja, y la piel de lince gris, que orlaba su manto color cereza, se le escapaba deslizándose a lo largo de su hombro derecho. Los alargados dedos de su mano derecha extendidos como a pares parecían apuntar que la dama estaba a punto de ajustarse la piel que caía, pero era como si se hubiera quedado impávida e inmóvil en el momento previo, con la mirada de avellana fija en su uniforme oscuridad, y también lánguida, en el lienzo. Su mano izquierda, cuya muñeca rodeaban blancos rizos de batista de Cambray, sostenía una cesta de fruta amarilla; la copa de su tocado relucía sobre su cabello castaño oscuro. A la izquierda, el fondo se interrumpía con una gran vista en ángulo recto sobre el aire del crepúsculo y el abismo verde azul de la noche nublada.
Sin embargo, no fueron esos prodigiosos detalles del juego de sombras, ni tampoco la calidez umbrosa del cuadro en su totalidad los que chocaron a Simpson. Ladeando la cabeza levemente y sonrojándose de inmediato, dijo:
—Dios mío, cómo se parece a...
—A mi mujer —terminó la frase McGore con voz de aburrimiento, dispersando en el aire su polen grisáceo.
—Es increíblemente bueno —susurró Simpson, ladeando la cabeza al otro lado—, increíblemente...
—Sebastiano Luciani —dijo el coronel, mirando fijamente el cuadro complacido— nació a finales del siglo XV, en Venecia, y murió a mediados del XVI en Roma. Sus maestros fueron Bellini y Giorgione y sus rivales Miguel Ángel y Rafael. Como puede ver, sintetizó en su obra la fuerza del primero y la ternura del segundo. Es verdad que nunca manifestó abiertamente su admiración por Sanzio, y en este caso, no se trata únicamente de una cuestión de vanidad profesional..., la leyenda dice que nuestro artista se enamoró de una dama romana, llamada doña Margherita, conocida posteriormente como La Fornarina. Quince años antes de morir hizo votos monásticos al recibir de Clemente VII un cargo sencillo pero rentable. Desde entonces se le conoce como Fray Sebastiano del Piombo, Piombo significa plomo, porque su trabajo consistía en aplicar unos enormes sellos de plomo a las encendidas bulas pontificias. Fue un monje disoluto, le gustaba la juerga y compuso una serie de sonetos insignificantes. Pero qué maestro...
El coronel miró subrepticiamente a Simpson, observando con satisfacción la impresión que el cuadro había producido en su silencioso huésped.
Hay que subrayar, sin embargo, que Simpson, poco acostumbrado como estaba a contemplar obras de arte, no podía apreciar en su complejidad la maestría de Sebastiano del Piombo, y que lo único que le fascinaba —además, qué duda cabe, del efecto puramente fisiológico que aquellos colores espléndidos ejercían en sus nervios ópticos— era el parecido que había notado inmediatamente, incluso cuando, como en su caso, acababa de ver a Maureen por primera vez. Y lo más extraordinario era que el rostro de La Veneciana —la frente impecable, bañada, por así decir, en el brillo recóndito de una especie de luna olivácea, los ojos absolutamente oscuros, la expresión plácidamente expectante de sus labios cerrados— le aclaraban la belleza real de la otra Maureen, que no paraba de reírse, de fruncir la mirada, de mover las pupilas en lucha constante con la luz del sol, cuyas máculas brillantes se deslizaban por su vestido blanco mientras con la raqueta separaba y abría las hojas crujientes de los matorrales buscando una pelota que se había perdido entre la maleza escondida.
Aprovechando la libertad que un anfitrión inglés concede a sus invitados, Simpson no volvió a la mesa del té, sino que cruzó el jardín, bordeando los macizos de flores en forma de estrella, y se perdió entre las ajedrezadas sombras de una de las avenidas del parque, con su aroma a helechos y a hojas marchitas. Los árboles enormes eran tan viejos que tenían que sujetar sus ramas con abrazaderas enmohecidas, y se encorvaban masivamente como gigantes desvencijados que caminaran con muletas de hierro.
«Dios mío, qué cuadro tan increíble», no dejaba de susurrar Simpson. Caminaba sin prisa, balanceando su raqueta, encorvado, con un ruido leve de sus suelas de goma. Su aspecto era digno de notar: demacrado, pelirrojo, vestido con unos pantalones blancos todos arrugados y con una chaqueta gris con cinturón a la espalda, toda deformada; y tampoco hay que olvidar sus gafas, unas lentes ligeras y sin montura encaramadas en una nariz como un botón picado de viruelas, y también sus ojos, miopes y con un toque de locura en la mirada, y su frente convexa, toda cubierta de pecas, además de un cuello y unas mejillas encarnados y quemados por el sol.
Llevaba dos años en la universidad, vivía modestamente y asistía con pronta diligencia a las clases de teología. Frank y él se hicieron amigos no sólo porque el destino quiso que compartieran alojamiento (consistente en dos dormitorios y un salón común), sino, sobre todo, porque como la mayoría de la gente de voluntad débil, tímida aunque secretamente enardecida, se agarraba como sin querer a todo aquel que mostrara firmeza y vitalidad —ya fuera en sus músculos, en sus dientes, o en la fortaleza física de su alma, es decir, a todo aquel que tuviera fuerza de voluntad. Por su parte, Frank, el orgullo de su universidad, que cuando remaba conseguía que el remo adquiriera un ritmo vertiginoso y que volaba por los campos con una sandía de cuero bajo el brazo, que sabía cómo dar un golpe preciso justamente en la punta de la barbilla, donde más duele, un golpe que dejaba sin sentido a su adversario, este Frank extraordinario, admirado y amado por todos, se sentía halagado en su vanidad ante la amistad que le demostraba el débil y torpe Simpson.
Simpson, dicho sea de paso, estaba en el secreto de algo extraordinario que Frank ocultaba al resto de sus compañeros, los piales le tenían por un atleta de primera y por un tipo de una vitalidad exuberante, y prestaban oídos sordos a cierto tipo de rumores que surgían de vez en cuando, según los cuales Frank tenía un talento excepcional para el dibujo aunque no mostraba su trabajo a nadie. Nunca hablaba de arte, estaba siempre dispuesto a cantar, a beber y a correrse una juerga, pero de repente caía en una especie de melancolía y se encerraba en su cuarto sin dejar que entrara nadie, y sólo su compañero de habitación, el humilde Simpson, sabía a qué se dedicaba. Lo que Frank creaba en aquellos dos o tres días de aislamiento malhumorado lo escondía o bien lo destruía, y entonces, como si hubiera ya pagado un atormentado tributo a su vicio, volvía de nuevo a su ser, alegre y sin complicaciones. Sólo en una ocasión se atrevió a hablar de su secreto con Simpson.
—Sabes —dijo, mientras de un golpe seco vaciaba la ceniza de su pipa y su frente tersa se llenaba de arrugas—. Creo que hay algo en el arte, y especialmente en la pintura, que es afeminado, mórbido, indigno de un hombre fuerte. Trato de luchar contra este demonio porque sé que puede acabar arruinando a un hombre. Si me entrego a él por completo, entonces, en lugar de llevar una existencia pacífica, ordenada, con sus correspondientes pero limitadas dosis de tristeza y de alegría, una existencia regida por esas reglas precisas sin las cuales cualquier juego pierde todo su atractivo, me veré condenado a un caos constante, a un tumulto, Dios sabe a qué. Viviré atormentado hasta el día de mi muerte, me convertiré en uno de esos desgraciados con los que me he tropezado tantas veces en Chelsea, esos vanos locos de pelos largos y chaqueta de terciopelo... débiles, destruidos, enamorados tan sólo de su propia paleta de colores pegajosos...
Pero el demonio debió de ser muy poderoso. Al final del semestre de invierno y sin decirle a su padre ni una palabra (y consiguientemente causándole una profunda herida), Frank se fue a Italia con un billete de tercera clase, para volver un mes más tarde a la universidad, sin pasar por su casa, bronceado y alegre, como si por fin se hubiera deshecho para siempre de la lóbrega fiebre de la creación.
Más tarde, con la llegada de las vacaciones de verano, invitó a Simpson a casa de su padre y Simpson aceptó lleno de gratitud, porque pensaba con horror en volver una vez más y como siempre a su hogar, en aquella pacífica ciudad norteña donde cada mes se producía un crimen espantoso, y en volver a ver a su padre, el párroco, un hombre inofensivo, amable, pero completamente loco que dedicaba más atención a su arpa y a su metafísica de cámara que a sus feligreses.
La contemplación de la belleza, ya sea de una puesta de sol de tintes únicos, de un rostro radiante o de una obra de arte, nos lleva a volver la mirada inconscientemente hacia nuestro pasado y a enfrentar nuestro ser más íntimo con la belleza absolutamente inalcanzable que se acaba de revelar ante nosotros. Esa es la razón por la que Simpson, ante quien la joven veneciana, muerta desde hacía tiempo, acababa de resucitar en su batista y terciopelo, recordaba ahora su pasado, mientras caminaba por el polvo violeta del camino, silencioso a esta hora de la tarde; recordaba su amistad con Frank, el arpa de su padre, su propia juventud angosta y sin alegría. La quietud sonora del bosque se turbaba de vez en cuando con el crujido de una rama tocada por Dios sabe quién. Una ardilla roja bajó veloz de un árbol y se escabulló hasta un tronco cercano sin dejar de ondear la tupida cola, y volvió a saltar de nuevo. En la suave marea de la luz del sol, entre dos lenguas de matorrales, unas moscas volaban en círculos como polvo dorado, enmarañadas en el intrincado encaje de un helecho, y un abejorro zumbaba con tono reservado, propio del atardecer.
Simpson se sentó en un banco salpicado con los restos blancos de unos excrementos secos de pájaro, y se quedó encorvado, apoyando los codos en las rodillas. Sintió el comienzo de una alucinación acústica que le afligía desde su infancia. Cuando estaba en un prado o, como ahora, en un bosque silencioso a la hora en que se iniciaba el crepúsculo, empezaba a preguntarse, como sin darse cuenta, si no sería posible oír, a través del silencio presente, el universo entero atravesando el espacio como en un silbido melodioso, el bullicio de las ciudades lejanas, el embate de las olas del mar, el canto de los hilos telegráficos sobre el desierto. Poco a poco, sus oídos, guiados por su pensamiento, empezaron a detectar con avidez aquellos ruidos. Oía el traqueteo de un tren, aun cuando las vías estuvieran a millas de allí; a continuación, el chillido y el chirrido de las ruedas y, a medida que su oído recóndito se iba haciendo más agudo, las voces de los pasajeros, sus toses y su risa, el crujido de sus periódicos; y finalmente, ya completamente sumergido en aquel milagro acústico, percibió nítidamente también los latidos de sus corazones, y el crescendo acumulativo del latido, su zumbido, su estruendo ensordecieron a Simpson. Abrió los ojos temblando y se dio cuenta de que aquellos golpes eran los de su propio corazón.
«Lugano, Como, Venecia...», murmuraba sentado allí en el banco, bajo un silencioso avellano, e inmediatamente oyó el chapoteo sordo de esas ciudades soleadas, y luego, más cerca, el tintineo de unas campanas, el silbo de unas alas de paloma, una risa aguda parecida a la de Maureen y las incesantes pisadas de transeúntes invisibles. Quiso detener su audición en ese momento, pero sus oídos, como un torrente, lo invadían todo y cada vez más profundamente. Al momento siguiente, incapaz de detener aquel torrente extraordinario, no sólo oía las pisadas sino también sus corazones. Había millones de corazones que se hinchaban y que atronaban con sus latidos, y Simpson, volviendo en sí, se dio cuenta de que todos aquellos ruidos, todos aquellos corazones estaban concentrados en el frenético latido de su persona.
Alzó la cabeza. Un ligero viento, como una capa de seda que se mueve, cruzó la avenida. Los rayos de sol eran de un suave amarillo. Se levantó sonriendo levemente y, olvidando su raqueta en el banco, se encaminó hacia la casa. Era la hora de vestirse para cenar.

3
—¡Qué calor hace con esta piel! No, coronel, no es más que piel de gato.
Es verdad que mi rival veneciana llevaba algo más suntuoso y caro. Pero es del mismo color, ¿ve? En una palabra, el parecido es completo.
—Si me atreviera la cubriría a usted toda entera con barniz y mandaría el cuadro de Luciani al desván —respondió cortés el coronel, quien, a pesar de sus estrictos principios, no era enemigo de coquetear con una dama tan atractiva como Maureen que se prestaba a un galante duelo verbal.
—Me partiría de risa —replicó ella.
—Mucho me temo, señora McGore, que nosotros no estamos a la altura que usted se merece, como ambiente de fondo constituimos una escena bastante pobre —dijo Frank con una amplia sonrisa adolescente—. Somos un burdo anacronismo pagado de sí mismo. Pero si su marido se prestara a llevar una armadura...
—Tonterías —dijo McGore—. Es tan fácil evocar la sensación de antigüedad como lo es el conseguir la impresión de un color determinado, simplemente cerrando un párpado. Alguna vez me concedo el lujo de imaginarme el mundo de hoy, con nuestras máquinas y nuestras modas, tal y como se les aparecerá a nuestros descendientes dentro de cuatrocientos o quinientos años. Y les aseguro a ustedes que me siento tan anciano como un monje del Renacimiento.
—Tome más vino, mi querido Simpson —ofreció el coronel.
Tímidamente, el silencioso Simpson, que estaba sentado entre McGore y su mujer, se había servido del tenedor grande prematuramente, durante el segundo plato, cuando el que debiera haber utilizado era el tenedor pequeño, de forma que ahora, para el plato de carne, sólo disponía de un enorme cuchillo y un tenedor pequeño, por lo que al manejarlos, parecía como si una mano se le hubiera quedado flaccida. Cuando pasaron de nuevo el plato principal para repetir, él, llevado de su nerviosismo, se sirvió de nuevo, y después de hacerlo, se dio cuenta de que era el único comensal que seguía comiendo y que todos los demás esperaban impacientes a que terminara. Se puso tan nervioso que hizo a un lado su plato todavía lleno, y al hacerlo, casi derramó el contenido de su copa, lo cual le llevó a ruborizarse poco a poco. Ya se había puesto completamente rojo varias veces a lo largo de la cena, y no porque hubiera cometido algún fallo del que se avergonzara, sino simplemente porque el mero hecho de pensar que podía llegar a ruborizarse en cualquier momento y por cualquier razón llevaba la sangre hasta sus mejillas y su frente, e incluso el cuello enrojecía, y era tan difícil detener aquella cálida marea, ciega e insoportable, como confinar al sol naciente detrás de una nube. La primera vez que se vio acometido por el rubor dejó caer la servilleta conscientemente pero, cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro era todo un espectáculo digno de verse: parecía que en cualquier momento le iba a estallar el cuello almidonado. En otro momento trató de impedir el ataque de aquella ola cálida y silenciosa, haciéndole una pregunta a Maureen, si le gustaba jugar al tenis sobre hierba, pero Maureen no le entendió muy bien, por lo que le preguntó por lo que acababa de decir, de forma que cuando se vio repitiendo su estúpida pregunta, Simpson enrojeció al instante hasta el punto de que casi se puso a llorar y Maureen, compasiva, se volvió hacia otro comensal e inició otro tema de conversación.
El hecho de estar sentado junto a ella, sintiendo el calor de sus mejillas y sus hombros, de los cuales se deslizaba, como en el retrato, una piel negra, y el hecho de que pareciera que en cualquier momento fuera a recogerla para volver a acomodarla sobre sus hombros, extendiendo y trenzando sus esbeltos y alargados dedos, que se veían detenidos en su movimiento por la interrupción que suponía la pregunta de Simpson, le provocaba una languidez tal que en sus ojos se reflejaba una chispa húmeda que procedía del resplandor cristalino de las copas de vino, y no dejaba de imaginar que la mesa circular no era sino una isla iluminada, que giraba y flotaba lentamente, hacia algún lugar, llevándose consigo a los comensales. A través de las ventanas abiertas se veía, en la distancia, las sombras de los bolos de la balaustrada de la terraza, y el aroma del aire azul de la noche era sofocante. Maureen respiraba con ansiedad; sus ojos suaves y completamente oscuros se paseaban muy serios por los rostros de los comensales, sin esbozar una sonrisa incluso cuando ésta parecía apuntar débilmente en la comisura de sus labios sin carmín. Su rostro permanecía como en una sombra oscura, y sólo su frente se bañaba en una luz desleída. Decía cosas necias, divertidas. Todos se reían, y el vino arrebataba el rostro del coronel. McGore, que pelaba una manzana, la rodeó con la palma de la mano como si fuera un mono, con el rostro menudo y su halo de pelo gris arrugado por el esfuerzo, y agarrando enérgicamente el cuchillo de plata con su puño moreno y peludo, empezó a cortar una interminable espiral de mondas rojas y amarillas. El rostro de Frank caía fuera del ángulo de visión de Simpson, ya que entre ambos se erguía un ramo de dalias carnosas y llameantes, dentro de un jarrón resplandeciente.
Después de la cena, que terminó con oporto y café, el coronel, Maureen y Frank se pusieron a jugar al bridge, con un muerto, ya que los otros dos no sabían jugar.
El viejo restaurador, con sus piernas zambas, salió a la terraza y Simpson le siguió, sintiendo que el calor de Maureen se retiraba tras de sí.
McGore se dejó caer con un gruñido en una silla de mimbre junto a la balaustrada y le ofreció un habano a Simpson. Simpson se apoyó de lado en la barandilla y lo encendió con movimientos torpes, frunciendo los ojos e hinchando las mejillas.
—Me parece que le gusta la chica veneciana de ese viejo granuja del Piombo —dijo McGore dejando escapar una bocanada de humo rosa en la oscuridad de la noche.
—Mucho —contestó Simpson, y añadió—: Pero tengo que decir que no entiendo nada de pintura...
—No importa, le ha gustado —afirmó McGore—. Espléndido. Ése es el primer paso hacia su comprensión. Por mi parte, he dedicado toda mi vida a esto.
—Parece absolutamente real —dijo Simpson pensativo—. Te lleva a creer en esos relatos misteriosos que cuentan historias de retratos que de repente cobran vida. He leído en algún lugar que un rey descendió de su lienzo y tan pronto como...
McGore se descompuso en una risa frágil y como reprimida.
—Todo eso son tonterías, desde luego. Pero ocurre otro fenómeno, el fenómeno inverso, por así decir.
Simpson se le quedó mirando. En la oscuridad de la noche la pechera almidonada de su camisa se abultaba como una joroba blanquecina, y la llama de su puro, como una pina de rubí, iluminaba desde abajo su rostro menudo y lleno de arrugas. Había bebido mucho vino y, aparentemente, tenía ganas de hablar.
—Lo que ocurre es lo siguiente —continuó McGore sin prisa—. En lugar de invitar a un personaje de un cuadro a que abandone su marco, imagínese a alguien que sea capaz de adentrarse en el propio cuadro. Le produce risa ¿no es así? Y sin embargo, yo lo he hecho miles de veces. He tenido la fortuna de haber visitado todos los museos de pintura de Europa, desde La Haya a San Petersburgo, de Londres a Madrid. Cuando encontraba un cuadro que me gustaba especialmente, me quedaba enfrente del mismo y concentraba toda mi fuerza de voluntad en un solo pensamiento: cómo entrar dentro del mismo. Era una sensación misteriosa, desde luego. Me sentía como un apóstol a punto de bajar de su barca para caminar por la superficie del agua. Pero, después, ¡qué felicidad! Digamos que estaba enfrente de un lienzo flamenco, con la Sagrada Familia en primer plano, contra el fondo de un paisaje suave, límpido. Ya sabe, con un camino que se pierde en zigzag como una blanca serpiente por unas colinas verdes. Finalmente, daba el salto. Me liberaba de la vida real y entraba en la pintura. ¡Sensación milagrosa! La frescura, el aire plácido empapado de cera e incienso. Me transformaba en una parte viva del cuadro y todo en torno a mí cobraba vida. Las siluetas de los peregrinos en el camino empezaban a moverse. La Virgen María farfullaba algo en flamenco. El viento rizaba las flores convencionales. Las nubes se deslizaban... Pero la felicidad no duraba demasiado. Sentía que me estaba congelando poco a poco, pegándome al lienzo, transformándome en una fina película de óleo. Entonces cerraba los ojos bien cerrados, daba un tirón con toda mi fuerza y saltaba fuera del cuadro. Se oía una especie de chapoteo sordo como cuando sacas el pie del barro. Yo abría los ojos y me encontraba tumbado en el suelo debajo de un cuadro espléndido pero sin vida.
Simpson escuchaba atentamente pero un tanto turbado. Cuando McGore se detuvo, dio un salto apenas perceptible y miró en torno suyo. Todo estaba como antes. Más abajo, el jardín respiraba en la oscuridad, a través de las puertas de cristal se veía el comedor débilmente iluminado, y, en la distancia, a través de otra puerta abierta, un rincón del salón con tres figuras jugando a las cartas. ¡Qué cosas más extrañas decía McGore!
—Comprenderá, supongo —continuó, dejando caer unas escamas de ceniza—, que de haberme quedado, al momento siguiente el cuadro me habría absorbido para siempre. Me habría desvanecido en sus profundidades, o quizá, me habría debilitado, lleno de terror, y, carente de la fuerza para volver al mundo real o para penetrar en aquella nueva dimensión, habría tomado la forma de una de las figuras pintadas en el lienzo, como el anacronismo del que hablaba Frank hace un rato. Sin embargo, a pesar del peligro, he cedido a la tentación una y otra vez... Querido amigo, ¡me he enamorado de tantas Madonnas! Recuerdo mi primer enamoramiento..., una Madonna con una corona azul, pintada por el delicado Rafael... Detrás de ella, en la distancia, había dos hombres de pie junto a una columna, hablando tranquilamente. Yo me paré, indiscreto, a escuchar su conversación... Discutían sobre el valor de una daga... Pero la Madonna más encantadora de todas procede del pincel de Bernardo Luini. Todas sus creaciones contienen la quietud y la delicadeza del lago en cuyas costas nació, el lago Mayor. El más delicado de los maestros. Su nombre incluso dio lugar a un adjetivo nuevo, luinesco. Su mejor Madonna tiene unos ojos alargados, tímidos, que te acarician, y en su ropaje se mezclan tonos azules delicados, rojos tirando a rosa, como una niebla naranja. Una rizada bruma gaseosa rodea su frente, y la del niño pelirrojo. El niño levanta hacia ella una manzana pálida, y ella la mira bajando sus ojos alargados y suaves... Ojos luinescos... Dios mío, cómo los he besado...
McGore se quedó callado y una sonrisa ensoñadora tiñó sus labios delgados, iluminados con la lumbre del puro. Simpson contuvo la respiración y, como anteriormente, sintió que se estaba deslizando lentamente en la noche.
—Ocurrieron ciertas complicaciones —continuó McGore después de aclararse la garganta—. Tuve un problema con mi riñon después de que una maciza bacante rubensiana me sirviera un jarro de una sidra muy fuerte, y cogí un catarro importante en la brumosa pista de patinaje amarilla de uno de los holandeses, que me tuvo tosiendo y con flemas durante todo un mes. Ésos son los peligros con los que se puede encontrar en ocasiones, señor Simpson.
La silla crujió al levantarse McGore estirándose el chaleco.
—Me he dejado llevar y he hablado demasiado —observó secamente—.
Es hora de irse a la cama. Sabe Dios cuánto tiempo estarán jugando a las cartas. Yo me voy... buenas noches.
Cruzó el comedor y el salón, saludando a los jugadores a su paso, y desapareció entre las sombras del fondo. Simpson se quedó solo en su terraza. Los oídos le seguían crepitando con el timbre agudo de la voz de McGore. La magnífica noche estrellada llegaba hasta la misma barandilla, y las enormes formas aterciopeladas de los árboles negros callaban inmóviles. A través de la ventana francesa, más allá de una franja de oscuridad, veía la lámpara rosácea del salón, la mesa, los rostros de los jugadores coloreados con la luz. Vio que el coronel se levantaba. Frank le imitó. Desde lejos, como a través del hilo telefónico, le llegó la voz del coronel.
—Yo ya soy viejo, me acuesto temprano. Buenas noches, señora McGore.
Y la voz risueña de Maureen.
—Yo también me voy en un minuto. Si no, mi marido se enfadará conmigo...
Simpson oyó en la distancia cómo se cerraba la puerta tras del coronel.
Luego sucedió una cosa extraordinaria. Desde su lugar dominante en la oscuridad vio cómo Maureen y Frank, solos ahora en aquella laguna de suave luz, se abrazaban, vio que Maureen echaba atrás la cabeza y que se inclinaba más y más bajo la violencia del beso prolongado de Frank.
Luego, recogiendo la piel que se le caía, y tras encrespar como caricia el pelo de Frank, desapareció en la distancia con un portazo sordo. Frank se arregló el cabello con una sonrisa, se metió las manos en los bolsillos, y, silbando suavemente, cruzó el comedor de camino a la terraza.. Simpson estaba tan pasmado que se quedó de piedra, inmóvil, agarrado a la barandilla contemplando con horror la pechera almidonada y los hombros oscuros que se acercaban a través del brillo del cristal. Al salir a la terraza y ver la silueta de su amigo dibujada en la oscuridad, Frank tuvo un estremecimiento y se mordió los labios.
Simpson se despegó torpemente de la barandilla. Le temblaban las piernas. Hizo un esfuerzo heroico.
—Una noche maravillosa. McGore y yo hemos estado charlando aquí afuera.
Frank dijo tranquilamente:
—Miente mucho, ese McGore. Pero por otra parte, cuando empieza con una de sus historias, merece la pena escucharle.
—Sí, es muy curioso... —concluyó Simpson, con muy poca convicción.
—La Osa Mayor —dijo Frank y bostezó con la boca cerrada. Y luego, con voz serena, añadió—: Ni que decir tiene que te considero un perfecto caballero, Simpson.

4
Por la mañana siguiente caía una cálida llovizna que repiqueteaba, relucía, y se estiraba en delgadas hebras contra el fondo oscuro de las profundidades del bosque. Sólo bajaron a desayunar tres personas, primero el coronel y el decaído y macilento Simpson; luego Frank, limpio, recién bañado, afeitado hasta el relumbre, con una sonrisa inocente en sus labios demasiado delgados.
El coronel estaba notablemente alterado. La noche anterior, durante la partida de bridge, se había percatado de algo. Al agacharse deprisa para recoger una carta que se le había caído, había visto la rodilla de Frank apretada contra la de Maureen. Aquello tenía que acabar inmediatamente.
El coronel llevaba ya algún tiempo con la sospecha de que algo no iba del todo bien. Con razón Frank se había ido corriendo a Roma, adonde los McGore iban todas las primaveras. Su hijo tenía toda la libertad del mundo para hacer lo que quisiera, pero tolerar algo así aquí, bajo su techo, en el castillo ancestral, eso no, había que tomar inmediatamente medidas radicales.
El disgusto del coronel tuvo un efecto desastroso en Simpson. Tenía la impresión de que su presencia le resultaba a su anfitrión una pesada carga, y no había forma de que encontrara un tema de conversación. Sólo Frank conservaba su espíritu jovial y plácido, como siempre, y sus dientes, relucientes, masticaban con gusto una tostada caliente con mermelada de naranja.
Cuando hubieron acabado el café, el coronel encendió su pipa y se levantó.
—¿Frank, no querías ver el coche nuevo? Demos un paseo hasta el
garaje. Además, con esta lluvia, no hay nada que hacer.
Y entonces, dándose cuenta de que el pobre Simpson se había quedado
como suspendido en el aire, el coronel añadió:
—Tengo unos cuantos buenos libros aquí, querido Simpson. Mírelos, si
quiere.
Simpson volvió en sí sobresaltado y sacó un grueso volumen rojo de la
estantería. Resultó ser el Heraldo veterinario de 1895.
—Tengo que hablar contigo —empezó el coronel, tras haberse puesto
ambos los impermeables crujientes para empezar a caminar por entre la
niebla lluviosa.
Frank dirigió hacia su padre una mirada rápida.
—No sé cómo empezar —sopesaba sus palabras sin dejar de dar
chupadas a la pipa—. Escucha, Frank —dijo ya lanzado... y la gravilla
mojada crujió suculenta bajo sus suelas—, me he enterado, y no viene a
cuento cómo, o por decirlo'de forma sencilla, digamos que me he dado
cuenta de... Maldita sea, Frank, lo que quiero decir es ¿qué tipo de
relación tienes con la mujer de McGore?
Frank contestó tranquila y fríamente.
—Preferiría no discutir eso contigo, padre —mientras pensaba y se decía
irritado: ¡vaya granuja, me ha estado espiando!
—Naturalmente que no puedo exigir... —empezó el coronel, y se detuvo
en seco. Cuando jugaba al tenis, después del primer mal golpe, todavía
conseguía controlarse.
—Sería una buena idea arreglar este puente —observó Frank dando un
puntapié a un travesano podrido.
—¡Al diablo con el puente! —dijo el coronel. Había errado el tiro por
segunda vez, y las venas de la frente se le hincharon con ira.
El chófer, que había estado sacudiendo los cubos en las puertas del
garaje, se quitó la gorra al ver a su amo. Era un hombre bajo y corpulento
con bigote recortado y amarillento.
—Buenos días, señor —dijo amablemente y abrió una de las puertas del
garaje con el hombro. En la penumbra que olía a gasolina y a cuero relucía
un Rolls Royce enorme, negro, completamente nuevo.
—Y ahora demos un paseo por el parque —dijo el coronel con una voz
neutra cuando Frank acabó su detenido examen de los cilindros y de las
palancas.
Lo primero que ocurrió en el parque fue que cayó de un árbol una enorme
gota de lluvia fría que fue a parar al interior del cuello de la camisa del
coronel. Y realmente fue la gota que de verdad colmó el vaso. Tras un
mover los labios como si masticara en lo que parecía un ensayo de las
palabras que se disponía a pronunciar, tronó abruptamente:
—Te prevengo, Frank, en mi casa no toleraré ninguna aventura propia de
novela francesa. Lo que es más, McGore es amigo mío, ¿entiendes eso,
supongo?
Frank cogió la raqueta que Simpson había dejado olvidada en el banco el
día anterior. La humedad la había convertido en un ocho. Una raqueta
podrida, pensó Frank lleno de asco. Las palabras de su padre resonaban
con fuerza.
—No lo toleraré —repetía—. Si no puedes comportarte como Dios manda,
entonces márchate. Estoy disgustado contigo, Frank, estoy terriblemente
disgustado contigo. Hay algo en ti que no entiendo. En la universidad
sacas notas mediocres en tus estudios. Sabe Dios a qué te habrás
dedicado en Italia. Me dicen que pintas. Supongo que no soy digno de que
me muestres tus manchas. Sí, manchas. Me las imagino... ¡Un genio, Dios
mío! Porque, sin duda, te considerarás un genio, o, mejor, un futurista. Y
ahora, encima, me encuentro con estos amoríos... En una palabra, a no
ser que...
Y al llegar aquí el coronel se dio cuenta de que Frank estaba silbando
dulce y despreocupadamente entre dientes. El coronel se detuvo y se le
quedó mirando con ojos desorbitados.
Frank lanzó la raqueta torcida a los matorrales como si fuera un bumerán,
y, luego, dijo:
—Todo esto no son más que fruslerías, padre. He leído un libro sobre la
guerra de Afganistán donde me he enterado de tus correrías y de la razón
de que te condecoraran. Fue una estupidez, una ligereza, un acto suicida,
pero después de todo, fue una hazaña. Eso es lo que cuenta. Mientras que
tus disquisiciones no son más que tonterías. Buenos días.
Y el coronel se quedó allí de pie, solo, en mitad del camino, helado de ira
y de asombro.

5
El rasgo distintivo de todo lo existente es su monotonía. Compartimos la
comida a unas horas predeterminadas porque los planetas, como trenes
que nunca se retrasaran, salen y llegan a una hora determinada. El
hombre medio no puede imaginarse la vida sin un horario tan
estrictamente establecido. Pero una mente traviesa y sacrilega se divertiría
mucho imaginándose la existencia de la gente en el caso de que el día
durara diez horas hoy, ochenta y cinco mañana, y pasado mañana sólo
unos minutos. A priori se puede decir que, en Inglaterra, semejante
incertidumbre relativa a la duración exacta del día venidero, se traduciría
en primer lugar en una extraordinaria proliferación de apuestas y otras
diversas formas y combinaciones de juego. Más de uno podría perder toda
su fortuna porque el día había durado unas cuantas horas más de las que
él había supuesto la víspera. Los planetas se convertirían en caballos de
carreras, y ¡qué entusiasmo el producido por el alazán Marte en la tirada
final de su carrera cuando se aprestara a acometer la última valla celestial!
Los astrónomos asumirían las funciones de los corredores de apuestas, el
dios Apolo sería pintado con los llameantes colores de una gorra de jockey
y el mundo se volvería felizmente loco.
Pero, desgraciadamente, las cosas no son así. La exactitud es siempre
algo solemne y nuestros calendarios, donde se calcula de antemano la
existencia del mundo, son como el temario de un examen inexorable. Es
verdad que hay algo consolador y despreocupado en este régimen
inventado por una especie de Frederick Taylor cósmico. Y sin embargo,
qué espléndido, qué radiante es ese momento cuando la monotonía del
universo se ve interrumpida de vez en cuando por el libro de un genio, por
un cometa, por un crimen o, tal vez y más humildemente, por una sola
noche de insomnio. Nuestras leyes, sin embargo —el pulso, la digestión—
están íntimamente ligadas al transcurso de las estrellas y cualquier intento
de trastornar esta regularidad se ve castigado, en el peor de los casos con
la decapitación y en el mejor con una jaqueca. Además, no hay duda
alguna de que el mundo fue creado con las mejores intenciones y no es
culpa de nadie si en ocasiones se torna aburrido, si la música de las
esferas nos recuerda, a algunos de nosotros, a las interminables
repeticiones de un organillo.
Simpson era particularmente consciente de esta monotonía. Le parecía
singularmente aterrador que hoy el desayuno fuera seguido por el
almuerzo, la merienda por la cena, con una regularidad inviolable. Tan sólo
pensar que las cosas iban a sucederse así durante el resto de su vida le
hacía gritar, luchaba contra ello como alguien que acabara de despertarse
dentro de su ataúd. La llovizna seguía titilando trémula al otro lado de la
ventana, y le zumbaban los oídos como si tuviera fiebre al pensar que iba
a permanecer todo el día dentro de casa. McGore se pasó el día entero en
el taller que habían dispuesto en una de las torres del castillo. Estaba
ocupado restaurando el barniz de una pintura pequeña y oscura sobre
tabla. El taller olía a cola, a aguarrás y al ajo que utilizaba para quitar las
manchas de grasa de los cuadros. En un pequeño banco de carpintero
junto a la prensa relucían unos frascos que contenían ácido hidroclorídrico
y alcohol; dispersos por todas partes había jirones de trapos de lana,
esponjas llenas de agujeros, una colección de raspadores. McGore llevaba
una bata vieja, gafas, una camisa sin cuello, y un botón de camisa del
tamaño de un timbre que sobresalía por debajo de su nuez; de allí emergía
un cuello delgado, gris y cubierto con excrecencias seniles y una especie
de solideo negro le cubría la calva. Con un delicado movimiento rotatorio
de los dedos que ya le debe resultar conocido al lector, esparcía brea
molida, frotándola con toda delicadeza sobre la pintura, de forma que el
barniz, ya viejo y amarillento, raído con aquellas partículas polvorientas, se
transformaba a su vez en polvo seco.
Los otros habitantes del castillo estaban en el salón. El coronel había
desplegado irritado un periódico gigante, y, mientras trataba de calmar su
ira, leía en voz alta un artículo abiertamente conservador. Maureen y Frank
iniciaron una partida de ping-pong. La pequeña pelota de celuloide, con su
melancólico repique resquebrajadizo, volaba de un lado a otro cruzando la
red verde que dividía en dos la mesa alargada, y ni que decir tiene que
Frank jugaba magistralmente, sin mover más que la muñeca en sus
certeros golpes a diestro y siniestro con la delgada pala de madera.
Simpson atravesó todas las habitaciones, mordiéndose los labios y
ajustándose las lentes. Finalmente llegó a la galería. Pálido de muerte,
cerrando tras de sí y con sumo cuidado la pesada puerta silenciosa, fue de
puntillas hasta La Veneciana de Fray Sebastiano del Piombo. Ella le
saludó con su mirada opaca que tan bien conocía, y sus largos dedos se
detuvieron, en su camino hacia su capa de piel, enredados en el carmesí
de aquellos pliegues escurridizos. Acariciado por una bocanada de
oscuridad de miel, contempló las profundidades que se abrían tras la
ventana y que interrumpían el fondo negro. Unas nubes color de arena se
extendían contra un azul verdoso; unas rocas quebradas, oscuras se
alzaban hacia ellas y entre las mismas se distinguía un camino claro que
serpenteaba, mientras que más abajo había una serie de indistintas
chozas de madera, y, en una de ellas, Simpson creyó ver por un instante
un resquicio de luz que parpadeaba. Mientras escrutaba a través de esta
ventana etérea, notó que la dama veneciana sonreía, pero aunque miró al
instante, su mirada no consiguió captar aquella sonrisa; lo único que
percibió fue la comisura un punto alzada y en la sombra de sus labios, por
lo demás, siempre y gentilmente juntos. En aquel preciso momento algo en
su interior se rompió deliciosamente, y se entregó del todo al cálido
encanto del cuadro. No debemos olvidar que era un hombre de un
temperamento casi enfermizamente dado al éxtasis y al arrobo, que no
conocía la realidad de la vida y que, para él, las impresiones ocupaban el
lugar de la inteligencia. Un estremecimiento de frío, como una rápida mano
seca, le rozó la espalda, e inmediatamente supo lo que tenía que hacer.
Sin embargo, cuando miró a su alrededor y vio el brillo del parqué, la
mesa, el ciego resplandor blanco de los cuadros en los que caía de lleno la
luz blanquecina de la lluvia que entraba por la ventana, tuvo un sentimiento
de vergüenza y de miedo. Y, a pesar de que volvió a sentir cómo brotaba
de nuevo otro rapto de arrebato momentáneo, supo sin lugar a dudas que
ya no podía llevar a cabo aquello que, tan sólo hacía unos minutos,
hubiera realizado sin siquiera pensarlo.
Con los ojos fijos en el rostro de La Veneciana, se apartó unos pasos y de
repente abrió los brazos de par en par. Se dio un golpe doloroso en el
coxis. Se volvió y comprobó que había chocado contra la mesa negra.
Tratando de no pensar en nada, se subió a la mesa, se quedó de pie en
ella, tieso y mirando cara a cara a la dama veneciana, y, una vez más,
levantando los brazos al aire, se dispuso a volar hasta ella.
—¡Qué forma tan original de contemplar un cuadro! ¿La habrás inventado
tú mismo, supongo?
Era Frank. Estaba de pie junto a la puerta, en jarras, mirando a Simpson
con desprecio helado.
Con un destello de las lentes al volverse a mirarle, Simpson se tambaleó
torpemente, como un loco asustado. A continuación se inclinó, se ruborizó,
y descendió como pudo hasta el suelo.
El rostro de Frank abandonó silenciosamente la habitación con una mueca
de pura y profunda repugnancia. Simpson se lanzó tras él.
—Por favor, te lo ruego, no se lo digas a nadie... —sin volverse, ni
tampoco pararse, Frank se encogió de hombros, como con un remilgo.

6
Al caer la tarde cesó la lluvia inesperadamente. Alguien debió de
acordarse y cerrar los grifos. Un crepúsculo húmedo y naranja vino a
posarse tembloroso primero sobre los matorrales, luego amplió su radio y
llegó a reflejarse simultáneamente en todos los charcos. El terco señor
McGore fue desalojado de su torre a la fuerza. Olía a aguarrás y se había
quemado la mano con una plancha ardiendo. A regañadientes, se puso la
levita negra, el cuello de la camisa y acompañó a los otros a dar un paseo.
Sólo Simpson se quedó en casa, con el pretexto de que tenía que
contestar inmediatamente una carta que había recibido en el correo de la
tarde. En realidad, la carta no exigía respuesta alguna, ya que era del
lechero de la universidad que le exigía el pago inmediato de un cuenta de
dos chelines y nueve peniques.
Durante un largo rato Simpson se quedó sentado a la luz del crepúsculo
que iba avanzando, apoyado indolente en el sillón de cuero. Luego, con un
estremecimiento, se dio cuenta de que se estaba quedando dormido, y
empezó a pensar cómo podía abandonar el castillo lo más pronto posible.
La forma más sencilla sería decir que su padre estaba enfermo: como
muchos tímidos, Simpson era capaz de mentir sin pestañear lo más
mínimo. Y sin embargo, le resultaba difícil marcharse. Había algo oscuro y
delicioso que le retenía. Qué atractivas eran las rocas oscuras en el
abismo abierto tras la ventana... Qué felicidad abrazar sus hombros,
quitarle de la mano aquella cesta con fruta amarilla, caminar pacíficamente
con ella por aquel sendero pálido hasta la penumbra de la noche
veneciana...
Y de nuevo se sorprendió a sí mismo a punto de quedarse dormido. Se
levantó a lavarse las manos. Del piso de abajo llegaba el sonido esférico y
dignificado del gong que llamaba a la cena.
Y así, de constelación en constelación, de comida en comida, prosigue el
curso del mundo, y así también lo hace este relato. Pero su monotonía se
va a ver quebrada por un milagro increíble, por una aventura sin
precedentes. Desde luego que ni McGore, que acaba de liberar de nuevo y
con esmero de sus brillantes cintas rojas la labrada desnudez de la
manzana, ni tampoco el coronel, una vez más agradablemente arrebatado
después de cuatro copas de oporto (por no mencionar las dos copas de
Borgoña), tienen forma de saber qué infortunios les brindará la mañana. La
cena fue seguida de la invariable partida de bridge, durante la cual el
coronel observó complacido que Frank y Maureen ni siquiera se dedicaron
la más breve mirada. McGore se fue a trabajar; Simpson se quedó sentado
en una esquina con una carpeta de grabados, alzando la vista un par de
veces hasta los jugadores, preguntándose cuál sería la razón de que Frank
estuviera tan frío con él, mientras que Maureen parecía haberse
desvanecido un tanto... Qué insignificantes eran estos pensamientos
comparados con aquella anticipación sublime, con aquella emoción
extraordinaria que trataba de ahogar de momento con el examen de
aquellas litografías insípidas.
Al despedirse, cuando Maureen le dedicó una sonrisa de buenas noches,
él, ausente, sin resto alguno de timidez, le devolvió la sonrisa.

7
Aquella noche, un poco después de la una, el viejo guarda, que trabajó
anteriormente de ayuda de cámara para el padre del coronel, estaba
dando su paseo habitual por los caminos del parque. Sabía perfectamente
que su deber era puramente mecánico, ya que el lugar era absolutamente
tranquilo. Invariablemente se acostaba a las ocho, el despertador saltaba
con estrépito a la una, y el guarda (un anciano gigante con unas
venerables patillas grises que, por cierto, eran siempre presa de los juegos
de los niños) se despertaba, encendía la pipa, y gateaba hacia la noche.
Una vez que había hecho la ronda del parque, de aquel parque tranquilo,
volvía a su humilde cuarto, se desnudaba inmediatamente, y, vestido tan
sólo con una camiseta imperecedera que hacía juego con sus patillas,
volvía a la cama y dormía de un tirón hasta la mañana.
Aquella noche, sin embargo, el viejo guarda observó que algo no
marchaba como de costumbre. Desde el parque observó que una de las
ventanas del castillo estaba débilmente iluminada. Sabía con precisión
absoluta que era la ventana del salón donde colgaban los valiosos
cuadros. Como era un tipo sobremanera cobarde, trató de fingir que no
había visto aquella luz extraña, y, con toda tranquilidad, decidió que
aunque era su deber asegurar que no había ladrones en el parque, no
tenía obligación alguna de cazar ladrones dentro de la casa. Y habiendo
llegado a esa determinación, el viejo volvió a sus habitaciones con la
conciencia tranquila —vivía en una pequeña casa de ladrillo junto al
garaje—, y se quedó inmediatamente dormido como un niño pequeño, con
un sueño que no hubiera turbado ni siquiera el rugido de un gran coche
negro nuevo que alguien hubiera puesto en marcha a toda prisa, no sin
antes haber encendido deliberadamente el silenciador.
Y así, este infeliz anciano inofensivo, como un ángel de la guarda,
atraviesa momentáneamente esta narración para desvanecerse
rápidamente en los brumosos dominios de los cuales le ha hecho venir
hasta aquí el capricho de una pluma.

8
Pero en el castillo ocurrió, en verdad, algo realmente importante.
Simpson se despertó exactamente a medianoche. Acababa de dormirse
en ese momento y como ocurre en algunas ocasiones, el mismo acto de
dormirse fue lo que le despertó. Se reclinó apoyándose en un brazo y miró
en la oscuridad. Los latidos de su corazón se aceleraron al sentir que
Maureen había entrado en su cuarto. Acababa de soñar con ella, en su
sueño bruscamente interrumpido le había hablado, la había ayudado a
subir por un camino de cera, entre rocas negras ocasionalmente
quebradas en unas grietas que resplandecían como si estuvieran pintadas
al óleo. De tanto en tanto una suave brisa descomponía ligeramente su
tocado, como una fina hoja de papel sobre su cabello oscuro.
Ahogando una exclamación, Simpson alcanzó el interruptor de la luz. La
luz llegó en una especie de avalancha. En la habitación no había nadie.
Sintió una puñalada aguda de desilusión, y se perdió en sus
pensamientos, sin dejar de mover la cabeza como si estuviera borracho.
Después, con movimientos perezosos, se levantó de la cama y empezó a
vestirse, chasqueando los labios con indiferencia. Una vaga sensación le
decía que debía vestirse con elegancia. Así que con meticulosidad
soñolienta se dispuso a abotonarse el chaleco bien ajustado sobre la
barriga, para luego anudarse el nudo negro de la corbata y, finalmente,
detenerse un buen rato en tratar de pescar con dos dedos un gusanillo
inexistente de la solapa de satén de su americana. Acordándose
vagamente de que el camino más sencillo para alcanzar la galería era
desde el exterior, se deslizó como la brisa silenciosa por los ventanales,
hasta el jardín oscuro y húmedo. Unos setos negros, como regados con
mercurio, relucían a la luz de las estrellas. En algún lugar una lechuza
ululaba. A paso ligero Simpson atravesó el césped, entre los setos grises,
rodeando la presencia masiva de la casa. Por un momento se sintió
despierto con la frescura de la noche y la intensidad del brillo de las
estrellas. Se detuvo, se inclinó y finalmente se desplomó como si fuera un
traje vacío, en la pequeña franja que había entre un macizo de flores y las
paredes del castillo. Una ola de mareo y cansancio se apoderó de él, y
trató de librarse de la misma con un golpe de hombros. Tenía que
apresurarse. Ella le esperaba. Pensó que oía cómo ella susurraba con
insistencia...
Sin darse cuenta se puso en pie, entró en la casa, y encendió las luces
que bañaron el lienzo de Luciani en un cálido brillo. La joven veneciana se
erguía frente a él, viva y tridimensional. Unos ojos oscuros se detenían en
los suyos sin la chispa que mostraban en el cuadro, la tela rosada de su
blusa acentuaba con imprevista calidez la belleza de tintes oscuros de su
cuello así como las delicadas arrugas bajo su oreja. Sus labios, cerrados, y
un punto expectantes, se habían helado en una especie de mueca amable,
una sonrisa irónica. Sus dedos alargados se extendían abiertos en pares
hacia sus hombros, de los que pendían, a punto de deslizarse, pieles y
terciopelos.
Y Simpson, con un suspiro profundo, se acercó hasta ella y sin más
problemas entró en el cuadro. Una frescura maravillosa se apoderó
inmediatamente de él y la cabeza le empezó a dar vueltas. Había un
aroma de arrayanes y cera, con una débil ráfaga de limón. El se hallaba en
una especie de habitación negra y desnuda, junto a una ventana que se
abría a la noche, y junto a él, se erguía una veneciana de carne y hueso,
Maureen..., alta, espléndida, luminosa, como si irradiara una luz desde su
interior. Se dio cuenta de que el milagro se había producido, y lentamente
se acercó hasta ella. Con una sonrisa de soslayo la veneciana se ajustó la
piel, y deslizando la mano hasta su cestillo, le ofreció un limón pequeño.
Sin quitarle los ojos de encima, de aquella su mirada juguetona, aceptó el
fruto amarillo de sus manos y, tan pronto como sintió su frescor áspero y
firme, así como la calidez seca de sus largos dedos, una felicidad increíble
comenzó a hervir en su seno y sintió un ardor delicioso. Pero entonces, de
repente, miró tras de sí por la ventana. Y allí, vio que a lo largo de un
sendero blanquecino caminaban unas siluetas azules, veladas, con la
cabeza cubierta y portando unas linternas pequeñas. Simpson miró en
torno suyo, a la habitación en la que se hallaba, pero sin darse en absoluto
cuenta de que tenía un suelo bajo sus pies. En la distancia, en lugar de
una cuarta pared, había un salón que le resultaba familiar y que lucía a lo
lejos como si fuera agua, un lago cuyo centro albergaba una isla que no
era sino una mesa. Y en ese preciso momento se apoderó de él un miedo
tan intenso que le llevó a exprimir el limón que tenía en la mano. El
encanto se había disuelto. Trató de mirar a la izquierda para contemplar a
la chica, pero no consiguió mover el cuello. Estaba atascado, como una
mosca en la miel..., intentó mover sus miembros, dar una especie de salto
o sacudida, pero se quedó atrápado, y sintió que la sangre, la carne y la
ropa se transmutaban en pintura, diluyéndose en la materialidad del óleo y
del barniz, secándose en el lienzo. Formaba parte ya del cuadro, pintado
en actitud ridícula junto a la veneciana, y, enfrente, incluso más lejano que
antes, incluso más preciso que antes, se extendía el salón, lleno del aire
terrestre y vivo que, de ahora en adelante, no podría ya respirar.

9
A la mañana siguiente McGore se despertó más temprano que de
costumbre. Con sus pies desnudos, con dedos como perlas negras, buscó
sus zapatillas y se deslizó suavemente a lo largo del pasillo hasta la puerta
de la habitación de su mujer. No habían tenido relaciones conyugales
desde hacía más de un año, pero, sin embargo, él la visitaba todas las
mañanas, para contemplar, excitado e impotente, a su mujer mientras se
arreglaba el pelo, tirando del mismo enérgicamente y moviendo la cabeza
al compás del cepillo y del peine que hendía el ala castaña de unas
trenzas tupidas. Hoy, al entrar en su cuarto a una hora tan temprana, se
encontró con la cama ya hecha y con una nota encajada en el cabecero de
la misma. McGore sacó del bolsillo de su bata una enorme funda de gafas
y, sin ponérselas, simplemente acercándoselas a los ojos, se inclinó por
encima de la almohada a leer aquella letra diminuta y tan conocida de la
nota pinchada en el cabecero. Cuando hubo acabado, volvió a meter con
toda meticulosidad las gafas en su funda, cogió la nota, la dobló, se quedó
allí perdido en sus pensamientos durante un minuto y a continuación
abandonó decidido la habitación. En el pasillo chocó con el ayuda de
cámara que se le quedó mirando preocupado.
—¿Es que ya se ha levantado el coronel? —preguntó McGore.
El ayuda de cámara le contestó apresurado.
—Sí señor. El coronel está en la galería de cuadros. Me temo, señor, que
está muy enfadado. Me ha enviado a despertar al señorito.
Sin esperar a que acabara de hablar, McGore, ajustándose la bata color
de ratón, emprendió rápidamente el camino hacia la galería. El coronel,
también en bata, de cuyos bajos sobresalían los pliegues de los
pantalones de su pijama de rayas, no dejaba de caminar a lo largo y ancho
de la galería. El bigote erizado y su aspecto acalorado causaban miedo en
quienes le contemplaban. Al ver a McGore se detuvo, y, tras unos gruñidos
preliminares acompañados de mucho morderse los labios, le espetó:
—¡Mire, mírelo bien!
McGore, a quien no le afectaba en absoluto la ira del coronel, sin embargo
y como sin querer posó la mirada en el punto que señalaba su mano y en
verdad que vio algo increíble. En el lienzo de Luciani, junto a la joven
veneciana, había aparecido una figura nueva. Era un retrato excelente,
aunque apresurado, de Simpson. Demacrado, su chaqueta negra en duro
contraste contra el fondo más claro, con los pies vueltos hacia fuera en
una postura extraña, tenía las manos alzadas como en actitud de súplica, y
su pálido rostro parecía contraerse en una expresión desesperada de
lástima.
—¿Le gusta? —preguntó el coronel furioso—. ¿No es peor que Bastiano,
no cree? El malvado jovenzuelo. Ésa es su venganza por mis amables
consejos. Espere y verá...
El ayuda de cámara llegó, consternado.
—El señorito no está en su habitación, señor. Y tampoco sus cosas. El
señor Simpson también ha desaparecido. Debe de haber salido a dar un
paseo, dado que tenemos una mañana tan espléndida.
—Al diablo con la mañana —tronó el coronel—. Quiero que en este mismo
instante...
—Puedo tener la osadía de informarle —añadió el ayuda de cámara
sumiso— de que acaba de venir el chófer a informar que el coche nuevo
ha desaparecido del garaje.
—Coronel —dijo McGore suavemente—, creo que puedo explicarle lo que
ha sucedido.
Miró al ayuda de cámara, que se alejó de puntillas.
—Y ahora —dijo McGore en un tono aburrido—, su suposición de que era
su hijo el que había pintado esa figura en el cuadro es sin duda cierta.
Pero, además, deduzco por una nota que me han dejado que se ha fugado
con mi mujer esta misma madrugada.
El coronel era un caballero y, además, inglés. Inmediatamente se dio
cuenta de que dar rienda a su ira delante de un hombre al que acaba de
abandonar su mujer era de mala educación. Por lo tanto se acercó a una
ventana, se tragó la mitad de su ira y escupió la otra mitad por la ventana,
se alisó el bigote y, recuperando su calma, se dirigió a McGore.
—Permítame, mi querido amigo —dijo cortésmente—, que ante todo le
muestre mi simpatía más sincera, más profimda, y que deje de lado la ira
que siento por el causante de su calamidad. Sin embargo, aunque
comprendo perfectamente cómo se siente, debo..., y no tengo otro remedio
que hacerlo, amigo mío..., debo pedirle un favor. Su arte rescatará mi
honor. Hoy espero al joven lord Northwick de Londres, dueño, como usted
sabe, de otro cuadro también del mismo del Piombo.
McGore asintió.
—Traeré los instrumentos necesarios, coronel.
A los pocos minutos estaba de vuelta, sin haberse vestido, con una caja
de madera. La abrió inmediatamente, y sacó una botella de amoniaco, un
rollo de algodón, unos trapos hechos jirones, espátulas y se puso a
trabajar. Mientras decapaba y borraba del lienzo la oscura figura y el pálido
rostro de Simpson, no pensó ni por un momento en lo que estaba
haciendo, por el contrario, sus pensamientos reales y más íntimos no
deberían suscitar la curiosidad de un lector respetuoso de la pena del
prójimo. En media hora el retrato de Simpson había desaparecido por
completo, y los óleos húmedos que lo habían conformado permanecían
ahora en los trapos de McGore.
—Extraordinario —dijo el coronel—. Extraordinario. El pobre Simpson ha
desaparecido sin dejar huella.
Algunas veces, una observación casual desencadena pensamientos
importantes. Eso es lo que le ocurrió en ese momento a McGore, que,
mientras recogía sus utensilios, se detuvo de repente paralizado como en
un ataque de miedo.
Qué extraño, pensó, qué extraño. ¿Será posible que...? Miró los trapos
llenos de pintura pegada a ellos y, abruptamente, frunciendo el ceño, los
restregó uno contra otro y los lanzó por la ventana junto a la que había
estado trabajando. A continuación se pasó la mano por la frente mientras
miraba asustado al coronel quien, interpretando su agitación de otra
manera, trataba de no mirarle directamente, y con una precipitación rara
en él, abandonó el salón y se fue directamente al jardín.
Allí, bajo la ventana, entre la pared y los rododendros, se encontraba el
jardinero rascándose la calva y mirando a un hombre que estaba tumbado
boca abajo en el césped. McGore se acercó rápidamente.
El hombre movió un brazo y se dio la vuelta. Luego, con una falsa sonrisa,
avergonzado, se levantó.
—Simpson, por Dios, ¿qué ha ocurrido? —preguntó McGore escrutando
su palidez.
Simpson volvió a reírse.
—Lo siento muchísimo... es tan estúpido... salí a dar un paseo ayer por la
noche y me quedé dormido, aquí mismo en el césped. Me duele todo el
cuerpo... Tuve un sueño monstruoso... ¿Qué hora es?
Cuando se quedó solo, el jardinero miró el césped todo estropeado e hizo
un gesto de desaprobación. Luego se agachó a coger un pequeño limón
oscuro que llevaba la huella de cinco dedos. Se metió el limón en el bolsillo
y se fue a buscar la máquina de cortar hierba que había dejado en la pista
de tenis.

10
Por consiguiente, el único enigma sin descifrar en toda esta historia es el
fruto seco y arrugado que el jardinero se encontró por azar. El chófer,
enviado a la estación, volvió con el coche negro y también con una nota
que Frank había insertado en el bolsillo de piel de detrás del asiento.
El coronel se la leyó a McGore.
«Querido padre», escribía Frank, «he realizado dos de tus deseos. No
querías ningún romance bajo tu techo, y consecuentemente, me voy,
llevándome a la mujer sin la cual no puedo vivir. También querías ver un
ejemplo de mi arte. Por eso pinté un retrato de mi antiguo amigo al que,
por cierto, puedes comunicar que los espías me dan risa. Lo pinté por la
noche, de memoria, y si el parecido no es perfecto se debe a la falta de
tiempo, a la mala luz, y a mi comprensible prisa. Tu nuevo coche marcha
estupendamente. Te lo dejo en el garaje de la estación».
—Espléndido —susurró el coronel—. Excepto que tengo curiosidad por
saber de qué van a vivir.
McGore, palideciendo como un feto conservado en alcohol, se aclaró la
garganta y dijo:
—Ya no hay razón para ocultarle la verdad, coronel. Luciani nunca pintó
su Veneciana. No es sino una imitación magnífica.
El coronel se levantó lentamente.
—La pintó su hijo —continuó McGore, y de repente las comisuras de la
boca le empezaron a temblar y a caerse—. En Roma. Yo le procuré el
lienzo y las pinturas. Su talento me sedujo. La mitad de la suma que usted
pagó fue para él. ¡Oh, Dios mío!...
Los músculos de la mandíbula del coronel se contrajeron mientras miraba
el pañuelo sucio con el que McGore se limpiaba los ojos y se dio cuenta de
que el pobre tipo no mentía.
Entonces se volvió y contempló La Veneciana. Su frente relucía contra el
fondo oscuro, sus largos dedos brillaban más dulces todavía, la piel de
lince se le deslizaba embrujada de los hombros, y en sus labios aparecía
una sonrisa de sorna.
—Estoy orgulloso de mi hijo —dijo, lentamente, el coronel.

Aura, de Carlos Fuentes


"El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer..".
Jules Michelet


I

LEES ESE ANUNCIO: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, co¬nocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las le¬tras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, anti¬guo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particu¬lares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones seme¬jantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, to¬mado la delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos ni¬ños amodorrados te respeten. Tienes que prepa¬rarte. El autobús se acerca y tú estás observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepa¬rarte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges treinta centa¬vos, los aprietas con el puño y alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafo¬lio contra el costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del panta¬lón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volve¬rás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el de¬sayuno y abras el periódico. A1 llegar a la página de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras desta¬cadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el vie¬jo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado -47- encima de la nueva ad¬vertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del te¬zontlé, los nichos con sus santos truncos corona¬dos de palomas, la piedra labrada de barroco me¬xicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas verdo¬sas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides capri¬chosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de pe¬ro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje leví¬simo de tus dedos y antes de entrar miras por últi¬ma vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente, de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar a oscuridad de ese callejón techado - patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plan¬ta, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso -. Buscas en vano una luz que te guíe. Bus¬cas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco, pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:
-No..., no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos.
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encie¬rro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detie¬nes, con la caja de fósforos entre las manos, el por¬tafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal ex¬tendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos.
- Señora - dices con una voz monótona, por¬que crees recordar una voz de mujer -. Señora...
- Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta - ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puer¬tas de golpe- y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Sólo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, co¬locadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios enmarcados, y sólo detrás de este brillo intermiten¬te verás, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraerte con su movimiento pausado.
Lograrás verla cuando des la espalda a ese fir¬mamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus dedos abiertos a la almohada de enca¬jes que tocas para alejar tu mano de la otra.
- Felipe Montero. Leí su anuncio.
- Sí, ya sé. Perdón no hay asiento.
- Estoy bien. No se preocupe.
- Está bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le dé la luz. Así. Claro.
- Leí su anuncio...
- Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado? Avez vous fait des études?
- A Paris, madame.
- Ah, oui, ça me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre... oui... vous savez... on était tellement habituée... et après...
Te apartarás para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. Los apretados bo¬tones del cuello blanco que sube hasta las orejas ocultas por la cofia, las sábanas y los edredones ve¬lan todo el cuerpo con excepción de los brazos en¬vueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que descansan sobre el vientre: sólo puedes fijarte en el rostro, hasta que un movimiento del conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda roja, raídos y sin lustre.
- Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el periódico.
- Sí, por eso estoy aquí.
- Sí. Entonces acepta.¬
- Bueno, desearía saber algo más...
- Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprenderá observando la mesa de no¬che, los frascos de distinto color, los vasos, las cu¬charas de aluminio, los cartuchos alineados de píl¬doras y comprimidos, los demás vasos manchados de líquidos blancuzcos que están dispuestos en el suelo, al alcance de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te darás cuenta de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo salte y se pierda en la oscu¬ridad.
- Le ofrezco cuatro mil pesos.
- Sí, eso dice el aviso de hoy.
- Ah, entonces ya salió.
- Sí, ya salió.
- Se trata de los papeles de mi marido, el gene¬ral Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
- Y el propio general, ¿no se encuentra capaci¬tado para...?
- Murió hace sesenta años, señor. Son sus me¬morias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.
- Pero...
- Yo le informaré de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo. Le bastará orde¬nar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa...
- Sí, comprendo.
- Saga. Saga. ¿Dónde está? Ici Saga...
- ¿Quién?
- Mi compañía.
- ¿El conejo?
- Sí, volverá.
Levantarás los ojos, que habías mantenido ba¬jos, y ella ya habrá cerrado los labios, pero esa pa¬labra -volverá- vuelves a escucharla como si la anciana la estuviese pronunciando en ese momen¬to. Permanecen inmóviles. Tú miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han abierto desmesurada¬mente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color de la córnea amarillenta que los rodea, de manera que sólo el punto negro de la pupila a rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de los párpados caídos como para prote¬ger esa mirada que ahora vuelve a esconderse -a retraerse, piensas- en el fondo de su cueva seca.
- Entonces se quedará usted. Su cuarto está arriba. Allí sí entra la luz.
- Quizá, señora, sería mejor que no la importu¬nara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
- Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
- No sé...
- Aura...
La señora se moverá por vez primera desde que tú entraste a su recámara; al extender otra vez su mano, tú sientes esa respiración agitada a tu lado, y entre la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque está tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido - ni siquiera los ruidos que no se escuchan, pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son más fuertes que el silencio que los acompañó.
- Le dije que regresaría...
- ¿Quién?
- Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
- Buenas tardes.
La joven inclinará la cabeza y la anciana, al mis¬mo tiempo que ella, remedará el gesto.
- Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras.
Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si te¬miera los fulgores de la recámara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cier¬to, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sólo tú puedes adivinar y desear.
- Sí. Voy a vivir con ustedes.

II

LA ANCIANA SONREIRÁ, incluso reirá con su timbre agudo y dirá que le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrará tu recámara, mientras tú pien¬sas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable porque a ti te gustan estas ta¬reas meticulosas de investigación, que excluyen el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables y molestos con otras perso¬nas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la joven - te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta - y estás ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu recámara, cuando la mano de Aura empuje la puerta - otra puerta sin cerradura - y enseguida se aparte de ella y te diga:
- Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar den¬tro de una hora.
Y se alejará, con ese ruido de tafeta, sin que ha¬yas podido ver otra vez su rostro.
Cierras -empujas- la puerta detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapela¬dos, oro y oliva, el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo, nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de tus noches de in¬vestigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance de tu mano, con los tomos encuaderna¬dos. Caminas hacia la otra puerta y al empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete incómodo. Te obser¬vas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil rec¬to, tus mejillas delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese nombre, Aura.
Consultas el reloj, después de fumar dos cigarri¬llos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el cabello. Empujas la puer¬ta y tratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del quinqué te guíe: es imposible, porque los re¬sortes la cierran. Podrías entretenerte columpian¬do esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descen¬der con él. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te obligarás a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centro iluminado de ese largo pasillo desnudo. A1 fondo, el pasamanos y la escalera de caracol.
Desciendes contando los peldaños: otra costum¬bre inmediata que te habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso atrás cuando encuentres los ojos rosados del co¬nejo, que en seguida te da la espalda y sale saltando.
No tienes tiempo de detenerte en el vestíbulo, porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te estará esperando con el cande¬labro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella; te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos - sí, te detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son varios gatos- y la sigues a la sala: Son los gatos - dirá Aura -. Hay tanto ratón en esta parte de la ciudad.
Cruzan el salón: muebles forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de por¬celana, relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa, cuadros con escenas bucólicas, las cortinas de terciopelo verde corridas. Aura viste de verde.
-¿Se encuentra cómodo?
- Sí. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde...
- No es necesario. El criado ya fue a buscar¬las.
- No se hubieran molestado.
Entras, siempre detrás de ella, al comedor. Ella colocará el candelabro en el centro de la mesa; tú sientes un frío húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura, labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, no¬tas que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la cubre.
Aura apartará la cacerola. Tú aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve mientras tú tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese líquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros, asados.
- Perdón - dices, observando los dos cubiertos extra, las dos sillas desocupadas -. ¿Esperamos a alguien más?
Aura continúa sirviendo los tomates.
- No. La señora Consuelo se siente noche. No nos acompañará.
- La señora Consuelo. ¿Su tía?
- Sí. Le ruega que pase a verla después de la cena.
Comen en silencio. Beben ese vino particular¬mente espeso, y tú desvías una y otra vez la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar. Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te obli¬gará a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja, y tú, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese llavín, recuerdas, le dices a Aura:
-¡Ah! Olvidé que un cajón de mi mesa está cerrado con llave. Allí tengo mis documentos.
Y ella murmurará:
- Entonces... ¿quiere usted salir?
Lo dice como un reproche. Tú te sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo ofreces.
- No urge.
Pero ella se aparta del contacto de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tú vuelves a dudar de tus sentidos, atribu¬yes al vino el aturdimiento, el mareo que te produ¬cen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie, detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte a tocar los hombros desnudos de la muchacha, 1a cabeza que se mantiene inmóvil. Haces un esfuerzo para con¬tenerte; distraes tu atención escuchando el batir imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina; descompones los dos elementos plásticos del comedor: el círculo de luz compacta que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado, el círculo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma lisa.
La verás apretar el puño, buscar tu mirada, murmurar:
- Gracias...-, levantarse, abandonar de prisa el comedor.
Tú tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabías parte de ti, pero que sólo ahora experimentas plenamente, liberán¬dolo, arrojándolo fuera, porque sabes que esta vez encontrará respuesta... Y la señora Consuelo te es¬pera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena...
Has aprendido el camino. Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudi¬llos, sin obtener respuesta. Tocas otra vez. Empu¬jas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:
- Señora... Señora...
Ella no te habrá escuchado, porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la ca¬beza apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros del¬gados: delgada como una escultura medieval, ema¬ciada: las piernas se asoman como dos hebras de¬bajo del camisón, flacas, cubiertas por una erisipe¬la inflamada; piensas en el roce continuo de la tos¬ca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los pu¬ños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, em¬piezas a distinguir: Cristo, María, San Sebastián, Santa Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconogra¬fía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensar¬tan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, ro¬deada por las lágrimas de la Dolorosa, la sangre del Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Ar¬cángel, las vísceras conservadas en frascos de alco¬hol, los corazones de plata: la señora Consuelo, de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las pala¬bras que, ya cerca de ella, puedes escuchar:
- Llega, Ciudad de Dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡ay, pero cómo tarda en morir el mundo! Se golpeará el pecho hasta derrumbarse, frente a las imágenes y las veladoras, con un acceso de tos. Tú la tomas de los codos, la conduces dulcemente hacia la cama, te sorprendes del tamaño de la mu¬jer: casi una niña, doblada, corcovada, con la espi¬na dorsal vencida: sabes que, de no ser por tu apo¬yo, tendría que regresar a gatas a la cama. La re¬cuestas en el gran lecho de migajas y edredones vie¬jos, la cubres, esperas a que su respiración se regu¬larice, mientras las lágrimas involuntarias le co¬rren por las mejillas transparentes.
- Perdón... Perdón, señor Montero... A las vie¬jas sólo nos queda... el placer de la devoción... Pá¬seme el pañuelo, por favor.
- La señorita Aura me dijo...
- Sí, exactamente. No quiero que perdamos tiempo... Debe... debe empezar a trabajar cuanto
antes... Gracias.
- Trate usted de descansar.
- Gracias... Tome...
La vieja se llevará las manos al cuello, lo desabo¬tonará, bajará la cabeza para quitarse ese listón morado, luido, que ahora te entrega: pesado, por¬que una llave de cobre cuelga de la cinta.
- En aquel rincón... Abra ese baúl y traiga los papeles que est<3n a la derecha, encima de los de¬más... amarrados con un cordón amarillo...
- No veo muy bien...
- Ah, sí... Es que estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha... Camine y tropezará con el arcón... Es que nos amurallaron, señor Monte¬ro. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa está llena de recuerdos para nosotras. Sólo muerta me sacarán de aquí... Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas no¬ches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confío en usted.
- Señora... Hay un nido de ratones en aquel rincón...
-¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá...
- Debería usted traer a los gatos aquí.
-¿Gatos? ¿Cuáles gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada.
- Buenas noches.

III

LEES ESA MISMA NOCHE LOS PAPELES AMARILLOS, escritos con una tinta color mostaza; a veces, hora¬dados por el descuido de una ceniza de tabaco, manchados por moscas. El francés del general Llo¬rente no goza de las excelencias que su mujer le ha¬brá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar con¬siderablemente el estilo, apretar esa narración di¬fusa de los hechos pasados: la infancia en una ha¬cienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios milita¬res en Francia, la amistad con el duque de Morny, con el círculo íntimo de Napoleón III, el regreso a México en el estado mayor de Maximiliano, las ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el de¬rrumbe, el Cerro de las Campanas, el exilio en Pa¬rís. Nada que no hayan contado otros. Te desnu¬das pensando en el capricho deformado de la an¬ciana, en el falso valor que atribuye a estas memo¬rias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cua¬tro mil pesos.
Duermes, sin soñar, hasta que el chorro de luz te despierta, a las seis de la mañana, porque ese techo de vidrios no posee cortinas. Te cubres los ojos con la almohada y tratas de volver a dormir. A los diez minutos, olvidas tu propósito y caminas al baño, donde encuentras todas tus cosas dispuestas en una mesa, tus escasos trajes colgados en el ropero. las terminado de afeitarte cuando ese maullido implorante y doloroso destruye el silencio de la mañana.
Llega a tus oídos con una vibración atroz, rasgante, de imploración. Intentas ubicar su origen: abres la puerta que da al corredor y allí no la escu¬chas: esos maullidos se cuelan desde lo alto, desde el tragaluz. Trepas velozmente a la silla, de la silla a la mesa de trabajo, y apoyándote en el librero puedes alcanzar el tragaluz, abrir uno de sus vi¬drios, elevarte con esfuerzo y clavar la mirada en ese jardín lateral, ese cubo de tejos y zarzas enma¬rañados donde cinco, seis, siete gatos - no puedes contarlos: no puedes sostenerte allí más de un se¬gundo- encadenados unos con otros, se revuel¬ven envueltos en fuego, desprenden un humo opaco, un olor de pelambre incendiada. Dudas, al caer sobre la butaca, si en realidad has visto eso; quizá sólo uniste esa imagen a los maullidos espantosos que persisten, disminuyen, al cabo, ter¬minan.
Te pones la camisa, pasas un papel sobre las puntas de tus zapatos negros y escuchas, esta vez, el aviso de la campana que parece recorrer los pasi¬llos de la casa y acercarse a tu puerta. Te asomas al corredor; Aura camina con esa campana en la mano, inclina la cabeza al verte, te dice que el desa¬yuno está listo. Tratas de detenerla; Aura ya des¬cenderá por la escalera de caracol, tocando la cam¬pana pintada de negro, como si se tratara de levan¬tar a todo un hospicio, a todo un internado.
La sigues, en mangas de camisa, pero al llegar al vestíbulo ya no la encuentras. La puerta de la recá¬mara de la anciana se abre a tus espaldas: alcanzas a ver la mano que asoma detrás de la puerta apenas abierta, coloca esa porcelana en el vestíbulo y se re¬tira, cerrando de nuevo.
En el comedor, encuentras tu desayuno servido; esta vez, sólo un cubierto. Comes rápidamente, regresas al vestíbulo, tocas a la puerta de la se¬ñora Consuelo. Esa voz débil y aguda te pide que entres. Nada habrá cambiado. La oscuridad per¬manente. El fulgor de las veladoras y los milagros de plata.
-Buenos días, señor Montero. ¿Durmió bien?
-Sí. Leí hasta tarde.
La dama agitará una mano, como si deseara ale¬jarte.
-No, no, no. No me adelante su opinión. Tra¬baje sobre esos papeles y cuando termine le pasaré los demás.
-Está bien, señora. ¿Podría visitar el jardín?
-¿Cuál jardín, señor Montero?
-El que está detrás de mi cuarto.
-En esta casa no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron alrededor de la casa.
-Pensé que podría trabajar mejor al aire libre.
-En esta casa sólo hay ese patio oscuro por donde entró usted. Allí mi sobrina cultiva algunas plantas de sombra. Pero eso es todo.
-Está bien, señora.
-Deseo descansar todo el día. Pase a verme esta noche.
-Está bien, señora.
Revisas todo el día papeles, pasando en limpio los párrafos que piensas retener, redactando de nuevo los que te parecen débiles, fumando cigarri¬llo tras cigarrillo y reflexionando que debes espa¬ciar tu trabajo para que la canonjía se prolongue lo más posible. Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada, casi olvidada. Tu gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y con¬quistas españolas en América. Una obra que resu¬ma todas las crónicas dispersas, las haga inteligi¬bles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del Siglo de Oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento. En realidad, terminas por abandonar los tediosos papeles del militar del Imperio para empe¬zar la redacción de fichas y resúmenes de tu propia obra. El tiempo corre y sólo al escuchar de nuevo la campana consultas tu reloj, te pones el. saco y ba¬jas al comedor.
Aura ya estará sentada; esta vez la cabecera la ocupará la señora Llorente, envuelta en su chal y su camisón, tocada con su cofia, agachada sobre el plato. Pero el cuarto cubierto también está puesto. Lo notas de pasada; ya no te preocupa. Si el precio de tu futura libertad creadora es aceptar todas las manías de esta anciana, puedes pagarlo sin dificul¬tad. Tratas, mientras la ves sorber la sopa, de calcular su edad. Hay un momento en el cual ya no es posible distinguir el paso de los años; la señora Consuelo, desde hace tiempo, pasó esa frontera. El general no la menciona en lo que llevas leído de las memorias. Pero si el general tenía cuarenta y dos años en el momento de la invasión francesa y mu¬rió en 1901 cuarenta años más tarde, habría muer¬to de ochenta y dos años. Se habría casado con la señora Consuelo después de la derrota de Queréta¬ro y el exilio, pero ella habría sido una niña enton¬ces...
Las fechas se te confundirán, porque ya la seño¬ra está hablando, con ese murmullo agudo, leve, ese chirreo de pájaro; le está hablando a Aura y tú escuchas, atento a la comida, esa enumeración pla¬na de quejas, dolores, sospechas de enfermedades, más quejas sobre el precio de las medicinas, la hu¬medad de la casa. Quisieras intervenir en la con¬versación doméstica preguntando por el criado que recogió ayer tus cosas, pero al que nunca has visto, el que nunca sirve la mesa: lo preguntarías si, de repente, no te sorprendiera que Aura, hasta ese momento, no hubiese abierto la boca y comiese con esa fatalidad mecánica, como si esperara un impulso ajeno a ella para tomar la cuchara, el cu¬chillo, partir los riñones - sientes en la boca, otra vez, esa dieta de riñones, por lo visto la preferida de la casa- y llevárselos a la boca. Miras rápidamente de la tía a la sobrina y de la sobrina a la tía, pero la señora Consuelo, en ese instante, detiene todo movimiento y, al mismo tiempo, Aura deja el cuchillo sobre el plato y permanece inmóvil y tú re¬cuerdas que, una fracción de segundo antes, la se¬ñora Consuelo hizo lo mismo.
Permanecen varios minutos en silencio: tú ter¬minando de comer, ellas inmóviles como estatuas, mirándote comer. Al cabo la señora dice:
- Me he fatigado. No debería comer en la mesa. Ven, Aura, acompáñame a la recámara.
La señora tratará de retener tu atención: te mirará de frente para que tú la mires, aunque sus palabras vayan dirigidas a la sobrina. Tú debes ha¬cer un esfuerzo para desprenderte de esa mirada - otra vez abierta, clara, amarilla, despojada de los velos y arrugas que normalmente la cubren- y fijar la tuya en Aura, que a su vez mira fijamente hacia un punto perdido y mueve en silencio los la¬bios, se levanta con actitudes similares a las que tú asocias con el sueño, toma de los brazos a la ancia¬na jorobada y la conduce lentamente fuera del co¬medor.
Solo, te sirves el café que también ha estado allí desde el principio del almuerzo, el café frío que be¬bes a sorbos mientras frunces el ceño y te pregun¬tas si la señora no poseerá una fuerza secreta sobre la muchacha, si la muchacha, tu hermosa Aura vestida de verde, no estará encerrada contra su vo¬luntad en esta casa vieja, sombría. Le sería, sin em¬bargo, tan fácil escapar mientras la anciana dormi¬ta en su cuarto oscuro. Y no pasas por alto el cami¬no que se abre en tu imaginación: quizá Aura espe¬ra que tú la salves de las cadenas que, por alguna razón oculta, le ha impuesto esta vieja caprichosa y desequilibrada. Recuerdas a Aura minutos antes, inanimada, embrutecida por el terror: incapaz de hablar enfrente de la tirana, moviendo los labios en silencio, como si en silencio te implorara su li¬bertad, prisionera al grado de imitar todos los movimientos de la señora Consuelo, como si sólo lo que hiciera la vieja le fuese permitido a la jo¬ven.
La imagen de esta enajenación total te rebela: caminas, esta vez, hacia la otra puerta, la que da sobre el vestíbulo al pie de la escalera, la que está al lado de la recámara de la anciana: allí debe vivir Aura; no hay otra pieza en la casa. Empujas la puerta y entras a esa recámara, también oscura, de paredes enjalbegadas, donde el único adorno es un Cristo negro. A la izquierda, ves esa puerta; que debe conducir a la recámara de la viuda. Caminan¬do de puntas, te acercas a ella, colocas la mano so¬bre la madera, desistes de tu empeño: debes hablar con Aura a solas.
Y si Aura quiere que la ayudes, ella vendrá a tu cuarto. Permaneces allí, olvidado de los papeles amarillos, de tus propias cuartillas anotadas, pen¬sando sólo en la belleza inasible de tu Aura - mientras más pienses en ella, más tuya la harás, no sólo porque piensas en su belleza y la deseas, sino porque ahora la deseas para liberarla: habrás encontrado una razón moral para tu deseo; te sen¬tirás inocente y satisfecho -, y cuando vuelves a escuchar la precaución de la campana, no bajas a cenar porque no soportarías otra escena como las del mediodía. Quizá Aura se dará cuenta y, después de la cena, subirá a buscarte.
Realizas un esfuerzo para seguir revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa, sueñas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano, gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, su¬dando, y sientes esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la voz más baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitará levemente el llavín que tú reconoces, y con él a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus bra¬zos la piel más suave. y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras.
Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tú asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recámara. Tú vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.
Te cuesta trabajo despertar. Los nudillos tocan varias veces y te levantas de la cama pesadamente, gruñendo: Aura, del otro lado de la puerta, te dirá que no abras: la señora Consuelo quiere hablar contigo; te espera en su recámara.
Entras diez minutos después al santuario de la viuda. Arropada, parapetada contra los almohadones de encaje: te acercas a la figura inmóvil, a sus ojos cerrados de los párpados colgantes, arrugados, blanquecinos: ves esas arrugas abolsadas de los pómulos, ese cansancio total de la piel.
Sin abrir los ojos, te dirá:
-¿Trae usted la llave?
-Sí... Creo que sí. Sí, aquí está.
-Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.
Caminas, esta vez con asco, hacia ese arcón alrededor del cual pululan las ratas, asoman sus ojillos brillantes entre las tablas podridas del piso, corret¬ean hacia los hoyos abiertos en el muro escarapel¬ado. Abres el arcón y retiras la segunda colección de papeles. Regresas al pie de la cama; la señora Consuelo acaricia a su conejo blanco.
De la garganta abotonada de la anciana surgirá ese cacareo sordo:
-¿No le gustan los animales?
-No. No particularmente. Quizá porque nunca he tenido uno.
-Son buenos amigos, buenos compañeros. So¬bre todo cuando llegan la vejez y la soledad.
-Sí. Así debe ser.
-Son seres naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.
-¿Cómo dijo que se llamaba?
-¿La coneja? Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre.
-Creí que era conejo.
-Ah, usted no sabe distinguir todavía.
-Bueno, lo importante es que no se sienta usted sola.
-Quieren que estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es necesaria para al¬canzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la tentación es más grande.
-No la entiendo, señora.
-Ah, mejor, mejor. Puede usted seguir traba¬jando.
Le das la espalda. Caminas hacia la puerta. Sales de la recámara. En el vestíbulo, aprietas los dien¬tes. ¿Por qué no tienes el valor de decirle que amas a la joven? ¿Por qué no entras y le dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura contigo cuando termines el trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resqui¬cio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, trans¬formada, con esa túnica entre los brazos: esa túni¬ca azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de danza tambaleante. Cierras la puerta.
Sí: tenía quince años cuando la conocí -lees en el segundo folio de las memorias-: elle avait quinze ans lorsque je l'ai connue et, si j'ose lie dire, ce sont ses yeux verts qui ont fait ma perdition: los ojos verdes de Consuelo, que tenía quince años en 1867, cuando el general Llorente casó con ella y la llevó a vivir a París, al exilio. Ma jeune poupée, es¬cribió el general en sus momentos de inspiración, ma jeune poupée aux yeux verts; je t'ai comblée d'amour: describió la casa en la que vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Se¬gundo Imperio: sin gran relieve, ciertamente. J'ai méme supporté ta haine des chats, moi qu'aimais tellement tes jolies bétes... Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención porque le pareció que tu faisais ca d´une facon si innocent, par pur enfantillage e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbó¬lica, parce que tu m'avais dit que torturer les chats était ta maniére á toi de rendre notre amour favo¬rable, par un sacrifice symbolique... Habrás calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años... cierras el folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo. T'u sais si bien t'habiller, ma douce Consuelo, toujours drappé dans des velours verts, verts comme tes yeux. Je pense que tu seras toujours belle, méme dans cents ans... Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años. Tu es si fiére de ta beauté; que ne ferais-tu pas pour res¬ter toujoours jeune?

IV

SABES, AL CERRAR DE NUEVO EL FOLIO, que por eso vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloqueci¬da. Aura, encerrada como un espejo, como un ico¬no más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imagi¬nados.
Arrojas los papeles a un lado y desciendes, sos¬pechando el único lugar donde Aura podrá estar en las mañanas: el lugar que le habrá asignado esta vieja avara.
La encuentras en la cocina, sí, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan náuseas: detrás de esa imagen se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero.
Le das la espalda: esta vez, hablarás con la an¬ciana, le echarás en cara su codicia, su tiranía abo¬minable. Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie, cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida y apre¬tada, como si realizara un esfuerzo para detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra vez en el mismo lugar. En segui¬da, la vieja se restregará las manos contra el pecho, suspirará, volverá a cortar en el aire, como si - sí, lo verás claramente: como si despellejara una bestia...
Corres al vestíbulo, la sala, el comedor, la cocina donde Aura despelleja al chivo lentamente, absor¬ta en su trabajo, sin escuchar tu entrada ni tus pa¬labras, mirándote como si fueras de aire.
Subes lentamente a tu recámara, entras, te arro¬jas contra la puerta como si temieras que alguien te siguiera: jadeante, sudoroso, presa de la impoten¬cia de tu espina helada, de tu certeza: si algo o al¬guien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la puerta, lo dejarías hacer. Tomas febrilmente la bu¬taca, la colocas contra esa puerta sin cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te arrojas exhausto sobre ella, exhausto y abúli¬co, con los ojos cerrados y los brazos apretados al¬rededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es tuyo...
Caes en ese sopor, caes hasta el fondo de ese sue¬ño que es tu única salida, tu única negativa a la lo¬cura. «Está loca, está loca», te repites para adorme¬certe, repitiendo con las palabras la imagen de la anciana que en el aire despellejaba al cabrío de aire con su cuchillo de aire: «...está loca...»,
en el fondo del abismo oscuro, en tu sueño silen¬cioso, de bocas abiertas, en silencio, la verás avan¬zar hacia ti, desde el fondo negro del abismo, la ve¬rás avanzar a gatas.
En silencio,
moviendo su mano descarnada, avanzando hacia ¬ti hasta que su rostro se pegue al tuyo y veas esas encías sangrantes de la vieja, esas encías sin dientes y grites y ella vuelva a alejarse, moviendo su mano, sembrando a lo largo del abismo los dientes amarillos que va sacando del delantal man¬chado de sangre:
tu grito es el eco del grito de Aura, delante de ti en el sueño, Aura que grita porque unas manos han rasgado por la mitad su falda de tafeta verde,
y esa cabeza tonsurada,
con los pliegues rotos de la falda entre las manos, se voltea hacia ti y ríe en silencio, con los dientes de la vieja superpuestos a los suyos, mientras las piernas de Aura, sus piernas desnudas, caen rotas y vuelan hacia el abismo...
Escuchas el golpe sobre la puerta, la campana detrás del golpe, la campana de la cena. El dolor de cabeza te impide leer los números, la posición de las manecillas del reloj; sabes que es tarde: frente a tu cabeza recostada, pasan las nubes de la noche detrás del tragaluz. Te incorporas penosamente, aturdido, hambriento. Colocas el garrafón de vi¬drio bajo el grifo de la tina, esperas a que el agua corra, llene el garrafón que tú retiras y vacías en el aguamanil donde te lavas la cara, los dientes con tu brocha vieja embarrada de pasta verdosa, te rocías el pelo - sin advertir que debías haber hecho todo esto a la inversa -, te peinas cuidadosamente frente al espejo ovalado del armario de nogal, anudas la corbata, te pones el saco y desciendes a un come¬dor vacío, donde sólo ha sido colocado un cubier¬to: el tuyo.
Y al lado de tu plato, debajo de la servilleta, ese objeto que rozas con los dedos, esa muñequita endeble, de trapo, rellena de una harina que se esca¬pa por el hombro mal cosido: el rostro pintado con tinta china, el cuerpo desnudo, detallado con esca¬sos pincelazos. Comes tu cena fría - riñones, to¬mates, vino- con la mano derecha: detienes la muñeca entre los dedos de la izquierda.
Comes mecánicamente, con la muñeca en la mano izquierda y el tenedor en la otra, sin darte cuenta, al principio, de tu propia actitud hipnótica, entreviendo, después, una razón en tu siesta opre¬siva, en tu pesadilla, identificando, al fin, tus movi¬mientos de sonámbulo con los de Aura, con los de la anciana: mirando con asco esa muñequita ho¬rrorosa que tus dedos acarician, en la que empiezas a sospechar una enfermedad secreta, un contagio. La dejas caer al suelo. Te limpias los labios con la servilleta. Consultas tu reloj y recuerdas que Aura te ha citado en su recámara.
Te acercas cautelosamente a la puerta de doña Consuelo y no escuchas un solo ruido. Consultas de nuevo tu reloj: apenas son las nueve. Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin luz, que no has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu llegada a esta casa.
Tocas las paredes húmedas, lamosas; aspiras el aire perfumado y quieres descomponer los elemen¬tos de tu olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean. El fósforo encendido ilu¬mina, parpadeando, ese patio estrecho y húmedo, embaldosado, en el cual crecen, de cada lado, las plantas sembradas sobre los márgenes de tierra ro¬jiza y suelta. Distingues las formas altas, ramosas, que proyectan sus sombras a la luz del cerillo que se consume, te quema los dedos, te obliga a encen¬der uno nuevo para terminar de reconocer las flo¬res, los frutos, los tallos que recuerdas menciona¬dos en crónicas viejas: las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sar¬mentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dul¬camara; la pelusa cenicienta del gordolobo, sus flo¬res espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mien¬tras tú recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una cal¬ma voluptuosa.
Te quedas solo con los perfumes cuando el ter¬cer fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves a pegar el oído a la puerta de la se¬ñora Consuelo, sigues, sobre las puntas de los pies, a la de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recámara desnuda, donde un círculo de luz ilu¬mina la cama, el gran crucifijo mexicano, la mujer que avanzará hacia ti cuando la puerta se cierre.
Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la mucha¬cha de ayer - cuando toques sus dedos, su talle - ¬no podía tener más de veinte años; la mujer de hoy - y acaricies su pelo negro, suelto, su mejilla páli¬da- parece de cuarenta: algo se ha endurecido entre ayer y hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su for¬ma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pen¬sar más:
-Siéntate en la cama, Felipe.
-Sí.
-Vamos a jugar. Tú no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mí.
Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz difusa, opalina, que apenas te permite se¬parar los objetos, la presencia de Aura, de la at¬mósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que está arrodillada frente a ti:
-El cielo no es alto ni bajo. Está encima y deba¬jo de nosotros al mismo tiempo.
Te quitarás los zapatos, los calcetines, y acariciará tus pies desnudos.
Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, di¬rige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acari¬cian el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tú murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho; tú sofo¬cas la canción murmurada con tus besos ham¬brientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.
Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra so¬bre sus muslos, indiferentes a las migajas que rue¬dan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, exten¬didos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la pelu¬ca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
Murmuras el nombre de Aura al oído de Aura. Sientes los brazos llenos de la mujer contra tu es¬palda. Escuchas su voz tibia en tu oreja:
-¿Me querrás siempre?
-Siempre, Aura, te amaré para siempre.
-¿Siempre? ¿Me lo juras?
-Te lo juro.
-¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belle¬za? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
-Siempre, mi amor, siempre.
-¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amarás siem¬pre, aunque muera?
-Siempre, siempre. Te lo juro. Nada puede se¬pararme de ti.
-Ven, Felipe, ven...
Buscas, al despertar, la espalda de Aura y sólo tocas esa almohada, caliente aún, y las sábanas blancas que te envuelven.
Murmuras de nuevo su nombre.
Abres los ojos: la ves sonriendo, de pie, al pie de la cama, pero sin mirarte a ti. La ves caminar len¬tamente hacia ese rincón de la recámara, sentarse en el suelo, colocar los brazos sobre las rodillas ne¬gras que emergen de la oscuridad que tú tratas de penetrar, acariciar la mano arrugada que se ade¬lanta del fondo de la oscuridad cada vez más clara: a los pies de la anciana señora Consuelo, que está sentada en ese sillón que tú notas por primera vez: la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin voluntad, piensas que la vieja ha estado todo el tiempo en la recámara;
recuerdas sus movimientos, su voz, su danza,
por más que te digas que no ha estado allí.
Las dos se levantarán a un tiempo, Consuelo de la silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda, caminarán pausadamente hacia la puerta que comunica con la recámara de la anciana, pasarán juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas frente a las imágenes, cerrarán la puerta detrás de ellas, te dejarán dormir en la cama de Aura.

V

DUERMES CANSADO, INSATISFECHO. Ya en el sueño sentiste esa vaga melancolía, esa opresión en el dia¬fragma, esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación. Dueño de la recámara de Aura, duer¬mes en la soledad, lejos del cuerpo que creerás ha¬ber poseído.
Al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa, en voz baja, en el re¬cuerdo inasible de la premonición, que buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble.
Y ya no piensas, porque existen cosas más fuer¬tes que la imaginación: la costumbre que te obliga a levantarte, buscar un baño anexo a esa recámara, no encontrarlo, salir restregándote los párpados, subir al segundo piso saboreando la acidez pastosa de la lengua, entrar a tu recámara acariciándote las mejillas de cerdas revueltas, dejar correr las lla¬ves de la tina e introducirte en el agua tibia, dejarte ir, no pensar más.
Y cuando te estés secando, recordarás a la vieja y a la joven que te sonrieron, abrazadas, antes de salir juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando están juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran, salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de: la voluntad de una dependiese la existencia de la otra. Te cortas ligeramente la mejilla, pensando estas cosas mientras te afeitas; haces un esfuerzo para dominarte. Terminas tu aseo con¬tando los objetos del botiquín, los frascos y tubos que trajo de la casa de huéspedes el criado al que nunca has visto: murmuras los nombres de esos objetos, los tocas, lees las indicaciones de uso y contenido, pronuncias la marca de fábrica, prendido a esos objetos para olvidar lo otro, lo otro sin nombre, sin marca, sin consistencia racional. ¿Qué espera de ti Aura?, acabas por preguntarte, cerran¬do de un golpe el botiquín. ¿Qué quiere?
Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor, advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho des¬nudo, a la puerta: al abrirla, encuentras a Aura será Aura, porque viste la tafeta verde de siempre aunque un velo verdoso oculte sus facciones. Tomas con la mano la muñeca de la mujer; esa muñe¬ca delgada, que tiembla...
-El desayuno está listo... - te dirá con la voz más baja que has escuchado...
-Aura. Basta ya de engaños.
-¿Engaños?
-Dime si la señora Consuelo te impide salir, ha¬cer tu vida; ¿por qué ha de estar presente cuando tú y yo...?; dime que te irás conmigo en cuanto...
-¿Irnos? ¿A dónde?
-Afuera, al mundo. A vivir juntos. No puedes sentirte encadenada para siempre a tu tía... ¿Por qué esa devoción? ¿Tanto la quieres?
-Quererla...
-Sí; ¿por qué te has de sacrificar así?
-¿Quererla? Ella me quiere a mí. Ella se sacrifica por mí.
-Pero es una mujer vieja, casi un cadáver; tú no puedes...
-Ella tiene más vida que yo. Sí, es vieja, es repulsiva... Felipe, no quiero volver... no quiero ser como ella... otra...
-Trata de enterrarte en vida. Tienes que renacer, Aura...
-Hay que morir antes de renacer... No. No entiendes. Olvida, Felipe; tenme confianza.
-Si me explicaras...
-Tenme confianza. Ella va a salir hoy todo el día...
-¿Ella?
-Sí; la otra.
-¿Va a salir? Pero si nunca...
-Sí, a veces sale. Hace un gran esfuerzo y sale. Hoy va a salir. Todo el día... Tú y yo podemos...
-¿Irnos?
-Si quieres...
-No, quizá todavía no. Estoy contratado para un trabajo... Cuando termine el trabajo, entonces
-Ah, sí. Ella va a salir todo el día. Podemos ha¬cer algo...
-¿Qué?
-Te espero esta noche en la recámara de mi tía. Te espero como siempre.
Te dará la espalda, se irá tocando esa campana, como los leprosos que con ella pregonan su cerca¬nía, advierten a los incautos: "Aléjate, aléjate". Tú te pones la camisa y el saco, sigues el ruido espacia¬do de la campana que se dirige, enfrente de ti, ha¬cia el comedor; dejas de escucharlo al entrar a la sala: viene hacia ti, jorobada, sostenida por un báculo nudoso, la viuda de Llorente, que sale del comedor, pequeña, arrugada, vestida con ese traje blanco, ese velo de gasa teñida, rasgada, pasa a tu lado sin mirarte, sonándose con un pañuelo, sonándose y escupiendo continuamente, murmu¬rando:
-Hoy no estaré en la casa, señor Montero. Con¬fío en su trabajo. Adelante usted. Las memorias de mi esposo deben ser publicadas.
Se alejará, pisando los tapetes con sus pequeños pies de muñeca antigua, apoyada en ese bastón, es¬cupiendo, estornudando como si quisiera expulsar algo de sus vías respiratorias, de sus pulmones con¬gestionados. Tú tienes la voluntad de no seguirla con la mirada; dominas la curiosidad que sientes ante ese traje de novia amarillento, extraído del fondo del viejo baúl que está en la recámara...
Apenas pruebas el café negro y frío que te espera en el comedor. Permaneces una hora sentado en la vieja y alta silla ojival, fumando, esperando los rui¬dos que nunca llegan, hasta tener la seguridad de que la anciana ha salido de la casa y no podrá sor¬prenderte. Porque en el puño, apretada, tienes des¬de hace una hora la llave del arcón y ahora te diri¬ges, sin hacer ruido, a la sala, al vestíbulo donde esperas quince minutos más - tu reloj te lo dirᬠ- con el oído pegado a la puerta de doña Consuelo, la puerta que en seguida empujas levemente, hasta distinguir, detrás de la red de araña de esas luces devotas, la cama vacía, revuelta, sobre la que la co¬neja roe sus zanahorias crudas: la cama siempre rociada de migajas que ahora tocas, como si creye¬ras que la pequeñísima anciana pudiese estar es¬condida entre los pliegues de las sábanas.
Caminas hasta el baúl colocado en el rincón; pi¬sas la cola de una de esas ratas que chilla, se escapa de la opresión de tu suela, corre a dar aviso a las demás ratas cuando tu mano acerca la llave de co¬bre a la chapa pesada, enmohecida, que rechina cuando introduces la llave, apartas el candado, le¬vantas la tapa y escuchas el ruido de los goznes en¬mohecidos. Sustraes el tercer folio - cinta roja - ¬de las memorias y al levantarlo encuentras esas fo¬tografías viejas, duras, comidas por los bordes, que también tomas, sin verlas, apretando todo el teso¬ro contra tu pecho, huyendo sigilosamente, sin ce¬rrar siquiera el baúl, olvidando el hambre de las ratas, para traspasar el umbral, cerrar la puerta, recargarte contra la pared del vestíbulo, respirar normalmente, subir a tu cuarto.
Allí leerás los nuevos papeles, la continuación, las fechas de un siglo en agonía. El general Llorente habla con su lenguaje más florido de la personalidad de Eugenia de Montijo, vierte todo su respeto hacia la figura de Napoleón el Pequeño, exhuma su retórica más marcial para anunciar la guerra franco-prusiana, llena páginas de dolor ante la de¬rrota, arenga a los hombres de honor contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de esperanza, suspira por México, siente que en el caso Dreyfus el honor -siempre el ho¬nor- del ejército ha vuelto a imponerse... Las hojas amarillas se quiebran bajo tu tacto; ya no las respetas, ya sólo buscas la nueva aparición de la mujer de ojos verdes: "Sé por qué lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias la vida..." Y después: "Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No te basta mi ca¬riño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la imaginación enfermi¬za..." Y en otra página: "Le advertí a Consuelo que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma..." Más tarde: "La encon¬tré delirante, abrazada a la almohada. Gritaba: ´Sí, sí, sí, he podido: la he encarnado; puedo con¬vocarla, puedo darle vida con mi vida´. Tuve que llamar al médico. Me dijo que no podría calmarla, precisamente porque ella estaba bajo el efecto de narcóticos, no de excitantes..." Y al fin: "Hoy la descubrí, en la madrugada, caminando sola y des¬calza a lo largo de los pasillos. Quise detenerla. Pasó sin mirarme, pero sus palabras iban dirigidas a mí. ´No me detengas - dijo -; voy hacia mi ju¬ventud, mi juventud viene hacia mí. Entra ya, está en el jardín, ya llega´... Consuelo, pobre Consue¬lo... Consuelo, también el demonio fue un ángel, antes..."
No habrá más. Allí terminan la memorias del ge¬neral Llorente: "Consuelo, le démon aussi était un ange, avant..."
Y detrás de la última hoja, los retratos. El retra¬to de ese caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en una esquina: Mou¬lin, Protographe, 35 Boulevard Haussmann y la fe¬cha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, recli¬nada sobre esa columna dórica, con el paisaje pin¬tado al fondo: el paisaje de Lorelei en el Rin, el tra¬je abotonado hasta el cuello, el pañuelo en una mano, el polisón: Aura y la fecha 1876, escrita con tinta blanca, y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña: Fait pour notre dixiéme anniversaire de mariage, y la firma, con la misma letra, Consuelo Llorente. Verás, en la terce¬ra foto, a Aura en compañía del viejo, ahora vesti¬do de paisano, sentados ambos en una banca, en un jardín. La foto se ha borrado un poco: Aura no se verá tan joven como en la primera fotografía, pero es ella, es él, es... eres tú.
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas ha¬cia el tragaluz: tapas con una mano la barba blanca del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvida¬do, pero tú, tú, tú.
La cabeza te da vueltas inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la vista, el tacto, el olor de plantas húmedas y perfumadas: caes agotado so¬bre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante veintisiete años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado. Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las fac¬ciones que son tuyas, que quieres para ti. Permane¬ces con la cara hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No vol¬verás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar cl verda¬dero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas. ya no te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.
Cuando te separes de la almohada, encontrarás una oscuridad mayor alrededor de ti. Habrá caído la noche.
Habrá caído la noche. Correrán, detrás de los vi¬drios altos, las nubes negras, veloces, que rasgan la luz opaca que se empeña en evaporarlas y asomar su redondez pálida y sonriente. Se asomará la luna, antes de que el vapor oscuro vuelva a empañarla.
Tú ya no esperarás. Ya no consultarás tu reloj. Descenderás rápidamente los peldaños que te ale¬jan de esa celda donde habrán quedado regados los viejos papeles y los daguerrotipos desteñidos; descenderás al pasillo, te detendrás frente a la puerta de la señora Consuelo, escucharás tu propia voz, sorda, transformada después de tantas horas de silencio:
-Aura...
Repetirás: -Aura...
Entrarás a la recámara. Las luces de las velado¬ras se habrán extinguido. Recordarás que la vieja ha estado ausente todo el día y que la cera se habrá consumido, sin la atención de esa mujer devota. Avanzarás en la oscuridad, hacia la cama. Repeti¬rás:
-Aura...
Y escucharás el leve crujido de la tafeta sobre los edredones, la segunda respiración que acompaña la tuya: alargarás la mano para tocar la bata verde de Aura; escucharás la voz de Aura:
-No... no me toques... Acuéstate a mi lado...
Tocarás el filo de la cama, levantarás las piernas y permanecerás inmóvil, recostado. No podrás evi¬tar un temblor.
-Ella puede regresar en cualquier momento...
-Ella ya no regresará.
-¿Nunca?
-Estoy agotada. Ella ya se agotó. Nunca he po¬dido mantenerla a mi lado más de tres días.
-Aura...
Querrás acercar tu mano a los senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por la nueva dis¬tancia de su voz.
-No... No me toques...
-Aura... te amo.
-Sí, me amas. Me amarás siempre dijiste ayer...
-Te amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo...
-Bésame el rostro; sólo el rostro.
Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin escuchar su queja aguda; le arranca¬rás la bata de tafeta, la abrazarás, la sentirás des¬nuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar, sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde comienza a entrar la luz de la luna, ese res¬quicio abierto por los ratones, ese ojo de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura, sobre el rostro desgajado, com¬puesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: verás bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado, pequeño y anti¬guo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has regresado también...
Hundirás tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo plateado de Consuelo, la mujer que volverá a abra¬zarte cuando la luna pase, tea tapada por las nu¬bes, los oculte a ambos, se lleve en el aire, por algún tiempo, la memoria de la juventud, la memo¬ria encarnada.
-Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar...