lunes, 22 de febrero de 2010

El brujo postergado, de Jorge Luis Borges


En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación aparta¬da. Este lo recibió con bondad y le dijo que pos¬tergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las ar¬tes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran ar¬golla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levanta¬ron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. A1 pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que inte¬rrumpir los estudios. Optó por escribir una dis¬culpa y la mandó al obispo. A los tres días llega¬ron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había falle¬cido, que estaban eligiendo sucesor, y que espe¬raban por la gracia de Dios que lo eligirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y be¬saron sus manos, y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su ca¬sa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres donde los reci¬bieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el ar¬zobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había deter¬minado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán su¬po esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su pro¬pio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro Cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pi¬dió el cardenalato para su hijo. El Papa lo ame¬nazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. E1 misera¬ble don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Pa¬pa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
-Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bas¬taba con esa prueba, le negó su parte de las per¬dices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.


(Versión de Jorge Luis Borges de un apólogo de El Conde Lucanor, de Don Juan Manuel, en Historia Universal de la Infamia).

Prodigio en Cascallares, de Adela Vettier


Las lluvias habían removido el lecho del río Alegre de Cascallares y las aguas corrían fangosas. La crecida, que arrastró árboles, entorpecía el paso de las tropillas que, diariamente, cruzaban la corriente rumbo a la feria de animales y los grupos de arrieros detenían el ganado esperando que bajara.
Como soy curioso, me acerque a escuchar sus diálogos y, así, me enteré de que ese era el único paso del río para los animales en esa época del año. Todos terminaban mirándose y diciendo:
- Y allá, más abajo... ¡Qué habrá pasado más abajo!
No pude contener mi curiosidad y me acerqué.
- ¿Qué hay más abajo? - pregunté.
Me miraron.
- No sos de la zona, muchacho.
- No. Estoy pasando unos días en la quinta de mis tíos, los Ledesma.
- ¡Con razón! Preguntá a tus tíos.
- ¿No es lo mismo que me lo diga usted?
- ¿Yo?... - dijo el paisano y, ante mi asombro, se santiguó.
No pude arrancar a los arrieros otra palabra. Sé que si ellos guardan un secreto, es porque algo los atemoriza. Como mi tío Joaquín siempre se ha reído de las supersticiones, yo también me reí interiormente. ¿Cómo no reírme de una superstición en vacaciones, con los exámenes aprobados, a orillas del río Alegre, con briosos caballos caracoleando a la vista y con el sol brillando en plena tarde sobre mi cabeza?
Me reí interiormente, con desparpajo de estudiante de la capital y, cuando los paisanos arrearon los ganados y retrocedieron hacia los corrales, me encaminé decididamente rió abajo. Eran las seis de la tarde, pleno día, hora en que a uno nunca lo asaltan las dudas.
A mi izquierda, corrían las aguas color tierra, espumosas y cargadas de despojos de la crecida. Caminé ágilmente, sorteando uno que otro sauce al borde de la orilla, cuando me encontré casi de improviso frente a un denso bosquecito de álamos. Me llamó la atención la densidad del monte, del cual surgía un ulular como de marejada. Pronto noté que era el murmullo característico del viento en el ramaje de los álamos. De todos modos, no me quise internar. ¿Por qué?, no lo sé. Pero algo, en mi interior, dijo: aquí basta. Y me senté, recostándome contra un tronco. Estaba realmente cansado. Pensé que había caminado un rato, pero mi reloj me indicó que había avanzado hacia el sur una hora. Eran las siete. Pleno día todavía, en verano.
- ¿No se anima a cruzar el río? - dijo una voz a mis espaldas.
Me levanté de un salto y me volví. Una mujer de edad indefinida, de rostro muy curtido y ojos negros penetrantes, estaba frente a mí.
No sé cómo ocurrió tan rápidamente, pero el sol empezó a nublarse y la luz, a la vera del bosquecito, se hizo más opaca, como si comenzara a anochecer. Me impresionó como una luz de eclipse.
- No voy a cruzar el río - contesté.
- Le digo porque es profundo. Es el sitio más profundo del río - dijo -. Yo cruzo siempre por aquí. Vivo del otro lado, en las grutas.
Del otro lado, el campo se extendía sin elevaciones.
- ¿Qué grutas? - pregunté.
- Allí - señaló indicando la otra ribera. Yo no veía nada. ¿Lo vería ella?.
- Venga, si quiere cruzamos juntos - me dijo y me tendió la mano. Retrocedí y empecé a caminar a pasos largos por donde había llegado. Pese al ulular de los álamos, escuché su risita.
- ¡Tiene miedo! - gritó. Y tenía razón. Empezaba la hora en que a uno lo asaltan las dudas que rechaza a pleno sol.
Cuando estuve a cierta distancia, me volvía apenas pude creer lo que vieron mis ojos.
La mujer estaba caminando por la superficie del río, muy lentamente. Daba un paso y se detenía sobre el agua. Daba otro paso, y se detenía. Sólo pude distinguir que llevaba una vara en la mano con la que trazaba un círculo alrededor de cada paso que daba, como si cortara la espuma.
Una hora después llegué jadeante a casa de mis tíos, quienes me reprendieron por mi tardanza. Estaban tan disgustados y, a la vez, aliviados porque, en cuanto llegué, se descargó una tormenta diluvial, que no les conté lo sucedido. Pero, esa noche, en el cuarto que compartía con mi primo Andrés, de mi edad y dado a vivir aventuras, le narré lo ocurrido.
Andrés, nacido y criado en Cascallares, conocía todos los secretos de la zona. Me contaba historias fantásticas de las que yo me burlaba. Existía, entre los dos, junto al afecto franco, una rivalidad campo-ciudad que yo me divertía en acentuar. Por eso su respuesta me sorprendió más. Se incorporó en la cama:
- ¿Caminaba sobre el río? ¡No te creo!
- ¡La vi! - le dije.
- Estarías asustado.
- Estaba asustado, pero la mujer caminaba sobre el agua.
Andrés se tendió otra vez en la cama, mirando el techo.
- ¿Hablaste con algún paisano?
- Sí, pero no me quisieron decir.
Tardó unos segundos...
- A mí tampoco me quisieron decir, nunca. No cuentes nada en casa - me advirtió. -Mañana vamos a investigar.
La tormenta duró todavía una hora y, luego, salió la luna. Un concierto de grillos me mantuvo despierto hasta el amanecer. Cuando me levanté, en el esplendor de la mañana, rodeado de las voces alegres de mis familiares, creí que lo había soñado todo.
Andrés me estaba esperando en la amplia cocina. Desayunamos con tía Marta.
- Andrés trajo la leche del tambo. Si te levantás más temprano lo podés acompañar - dijo tía Marta. - Es interesante. No todas las cosas se aprenden en los libros.
- Mañana madrugo, tía. Prometido. Así aprendo.
- Se ofendió - terció Andrés.
- No me ofendí. Desde que llegué vi cosas extraordinarias.
- ¡Así me gusta! - dijo mi tía. -¿Por ejemplo?
- Por ejemplo, ayer...
Andrés me hizo callar con la mirada. Cuando salimos a la galería, me reprochó:
- Por poco se lo decís.
- Quería decírselo. Tiene que haber una explicación.
- ¿Sabés qué explicación te va a dar? Nos va a prohibir salir de la quinta. A mí nunca me dejó llegar al montecito. ¿Por qué? No lo sé. Pero hoy lo vamos a averiguar.
- ¿Cuándo?
- A la tarde. Esas cosas no suceden nunca a pleno sol. ¿No lo sabías?
Pasamos toda la mañana ayudando a mi tío a contar bolsas de trigo que un camión pasó a recoger al mediodía. Después de la siesta, nos tendimos en la galería a conversar. Cuando el sol se aplacó, Andrés le dijo a tía Marta que saldríamos a caminar un rato.
- ¿A dónde van?
- Por la orilla.
- No vayan lejos. Y no se les ocurra meterse en el agua. Está muy crecido. Y... cuidado con llegar al monte.
- No te preocupes, tía. Volvemos antes de cenar.
Andrés y yo empezamos a caminar río abajo, directamente hacia el monte de álamos.
Durante el camino, Andrés me contó cosas portentosas. Unos día antes me hubiera burlado despiadadamente de él, pero ahora...
El monte de álamos, al fin, brilló delante de nosotros. Ululaba con el mismo rumor de marejada. El río, que había crecido durante la noche, llegaba al mismo nivel que la tarde anterior. Todo estaba igual.
Nos sentamos a esperar.
- Desde chico oí hablar sobre la vieja del río - dijo Andrés -. Siempre fue vieja.
- Nadie es siempre viejo - respondí.
- ¿Ah no? Mi abuelo hablaba de ella. Ya era vieja cuando él era chico. Cruzaba el río por el monte de álamos.
- Entonces lo sabías.
- Pero nunca lo creí hasta que vos, el descreído, me lo contaste. Siempre sospeché que era una invención para que no me alejara de casa, ayer supe que era cierto.
Como para confirmar sus palabras, la mujer apareció.
Nos pusimos de pie de un brinco, dispuestos a correr. Pero su actitud nos detuvo.
- ¿Van a cruzar el río?
- No - dije yo.
- Se cruza con una vara de álamo como la que tengo en la mano -. Se acercó a un árbol y con mano firme desgajó una vara que puso en manos de Andrés. Lo miró fijamente.
- ¿Cruzamos? - le dijo.
Aferré a Andrés por un brazo y lo arrastré conmigo. Andrés parecía fascinado. Me seguía pero miraba hacia atrás, tropezando a cada paso. De pronto, se soltó y gritó:
- ¡Yo voy!
Me volví. Andrés corrió hasta alcanzar a la mujer que parecía esperarlo en la orilla.
- ¿Vuelve! - grité. Pero él no parecía escuchar. Miraba a la mujer, que le hablaba. Vi cómo cortaba otra vara de álamo y se la entregaba a mi primo. Luego hijo un gesto amplio sobre la corriente. Después, vi lo increíble.
La mujer empezó trazando un círculo en la espuma y dio el primer paso sobre el río. Luego el segundo. Y Andrés la siguió... vi a mi primo alborotar la espuma a su alrededor y avanzar.
Un paso, otro paso... otro más. Yo me hallaba como maniatado por el asombro. Andrés se detuvo sobre la corriente. Lentamente giró sobre sí mismo y, con la misma lentitud, dio tres pasos y tocó la orilla.
Corrí hacia él. Estaba pálido, extraño. La mujer seguía avanzando.
- Vamos - me dijo apartándome del lugar -. Vamos, y, si quiero volver aquí no me sueltes. ¡No me dejes volver!
Empezamos a caminar río arriba.
- ¿Cómo es? - le pregunté al fin.
- No te lo puedo revelar. Me lo prohibió.
- Pero... ¿caminabas sobre el agua?
- ¿No me viste?
- Increíble...
- Creo que el poder está en la vara del álamo. La mujer dijo una palabras extrañas cuando me la dio. Me dijo también que me mostraría la gruta del otro lado.
- No hay ninguna gruta.
- ¡Sí, al empezar a caminar sobre el río la vi! Se ve un paisaje totalmente distinto del otro lado. Un paisaje arcaico, con unas colinas antiquísimas, perforadas de cuevas.
Esa noche, hablamos hasta muy tarde. Tendido en la cama, Andrés parecía fascinado.
- Las colinas son de color arena, aplanadas. El río es enorme, torrentoso, pero lo vi límpido.
- ¿Por qué no seguiste avanzando?
- Tuve miedo. En la entrada de una de las grutas la mujer estaba sentada. Era la misma mujer.
- Te transportaste al pasado.
Se hizo un silencio. Andrés se incorporó. Sus ojos fulguraban.
- quiero volver.
Me levanté de un salto y lo sacudí.
- ¡Estás loco! ¡No te voy a dejar ir!
- No hay fuerza en el mundo...
- ¡Me pediste que no te dejara, y no vas a ir!
Andrés se desplomó como si algo le hubiera quitado toda su energía. Pareció caer en un sopor en el que murmuraba:
- Las colinas...
Cerré la ventana y me senté en el suelo contra la puerta, dispuesto a impedir, si despertaba, que saliera del cuarto. Así llegó la mañana.
Al día siguiente regresé a casa. Es decir: mi cuerpo regresó, pero mi mente quedó subyugada por los acontecimientos vividos en Cascallares.
Durante todo el invierno que siguió, me dediqué a leer libros que pudieran revelarme el enigma. Así entré en contacto con una literatura de orden mágico, que me confundió aún más.
Estuve a punto de creer que me hallaba rodeado de fuerzas poderosas que podían revelarse de pronto. Aprendía en libros orientales las potencias ocultas que duermen en cada uno de nosotros en estado latente por falta de ejercitación y que, a veces, emergen en un relámpago de intuición, para luego caer de nuevo en el letargo.
Me admiré ante las proezas que pueden realizar, por concentración, los yoguis de la India. Supe que, por una suerte de espejismo mental, pueden proyectarse en el cerebro imágenes del pasado aún del futuro. Vivía abstraído y, en casa, me notaban extraño. Yo mismo me notaba extraño. Nadie podía sospechas los cambios profundos que la observación de aquel hecho sobrenatural habían operado en mi.
Esos nuevos e inquietantes conocimientos no explicaban el prodigio de Cascallares, pero le daban cabida en la realidad. Estaba convencido de que había asistido a un hecho inexplicable para un inexperto, sólo posible para los iniciados.
¿Qué habría sucedido, me preguntaba, con mi primo Andrés? Él conocía, sin duda, la revelación, él me explicaría cómo había sucedido, dónde se ocultaba el secreto.
Las siguientes vacaciones se iniciaron, como siempre, con el viaje a Cascallares.
Me devoraba una impaciencia tenaz por ver a Andrés. Lo encontré, como siempre, rozagante. Había pasado un invierno tranquilo y, casi, había olvidado el episodio.
Su actitud era tan natural y tan llano, que me costaba abordar el tema. Por fin lo hice.
- ¿Volviste a cruzar el río?
Sus ojos brillaron.
- Sí, muchas veces.
- ¿Por encima del agua?
- Por el aire.
- ¡Por el aire!
- Esta tarde iremos juntos. Hasta podemos decírselo a mamá. Este año hay una gran sequía y el río es una hilo de agua.
Por la tarde caminamos hacia el sur, una hora hasta llegar al monte de álamos.
Lo que entonces vi me llenó de zozobra. Sobre la corriente, que murmuraba tranquila y muy baja, cruzaba un viejo puente de madera, de gruesos tablones.
Apareció la mujer. Empezó a cruzar el río por las maderas resecas. A los pocos pasos se volvió y me dijo, dando muestras de que me había reconocido:
- Este año es fácil. El año pasado había que buscar las vigas con la rama del álamo. Pero había sólo espuma sobre las vigas. Es un puente muy fuerte, resistió todas las crecidas.
Me quedé en silencio.
- ¿Te lo habías creído? - preguntó Andrés.
- No, ni por un momento - mentí avergonzado.
- ¡Te lo creíste!
- No - afirmé.
- Te lo creíste, y lo de las colinas también. La estancia que empieza en la otra orilla se llama "Las Grutas". ¡Bueno, cuando se inventa algo, hay que darle suspenso!
Mi primo empezó a reírse. No sé cuánto tiempo estuvo riéndose de mí. Tal vez fue sólo un minuto, tal vez fue todo el invierno.

Historia de los dos que soñaron, Anónimo

De las historias más entretenidas, no debemos sacar ninguna conclusión. Hete aquí lo que ocurrió a don Farrandez, de Sevilla, que hijo de una gran fortuna era y todo lo había perdido. Entre el juego y la bebida, sólo la descascarada casa donde vivía y la parcela de tierra donde cabía su único limonero le restaban. Bajo el árbol, dormía con pena y sin pausa. Pero, en sueños, un hombre, oculto el rostro bajo una capucha negra, le dijo que en Madrid, la gran capital, en un jardín tres veces más grande que el suyo, encontraría un tesoro que lo haría rico en oro, plata y rubíes. Que con el tesoro, le dijo el desconocido en sus sueños la segunda noche, compraría un jardín cien veces más grande que aquel de Madrid en el que estaba enterrado. Que con el tesoro, le dijo a la cuarta noche, viviría por siempre ya sin necesitar cosa alguna. Vendió, pues, el hombre su descascarada casa y se guardó para sí sólo el pequeño trozo de tierra donde cabía el limonero, para tener donde caerse muerto si su sueño fracasaba. Y, con el dinero de la venta, marchó, en carruaje, a Madrid.
Llegó agotado y sediento pero, antes de beber o descansar, se dirigió a pie a la casa revelada en sueños. El desconocido le había indicado, con pelos y señales, el lugar de la casa y el sitio exacto del tesoro en el jardín. "No es mucho lo que hay que cavar". Llegó, pues, de noche y con pala. No se fijó, siquiera, si habitaban la casa, si dormía o no el dueño, si la cuidaba o no un perro. "Si el personaje de un sueño me revela un tesoro," -se dijo Farrandez- "no me lo habrán de quitar un perro o un hombre". Pero la realidad es la realidad y los sueños, sueños son. Y el ruido de la pala contra la tierra, y la agitada respiración de Farrandez, despertaron al dueño de casa.
Corrió hasta el intruso con un arma de fuego, apuntándole a la frente preguntó:
- ¿Qué haces en mi casa, a esta hora, cavando en mi jardín?
- Le ruego me disculpe - dijo nuestro soñador -. No soy un ladrón. Durante cuatro noches, en mis sueños, se ha aparecido un desconocido diciéndome que aquí mismo, en su casa, en su jardín, bajo esta tierra, reposa un tesoro de oro, plata y rubíes que me está destinado sólo a mí.
- Hombre necio - le contestó el adormilado dueño de casa - no cuatro sino cientos de noches, un hombre se ha presentado en mis sueños para decirme que, en Sevilla, bajo un limonero, me aguarda el más grande tesoro en oro, plata y rubíes que pueda encontrarse en toda España. Incluso, en las cuatro últimas noches, el hombre de mis sueños me ha dicho: "Apúrate, pues sólo resta el limonero". ¿Y crees que me he apresurado? ¿Crees que he prestado el menor crédito a mis alocados sueños? Si los hombres corriéramos tras las profecías de nuestros sueños, nos chocaríamos unos contra otros y el mundo sería un caos. Vete a dormir ya mismo, que yo haré otro tanto.
Sin perder un minuto, don Farrandez regresó a Sevilla, a su pequeño trozo de tierra y a su limonero. Llegó de madrugada y agotado, con la pala. No descansó, se puso a cavar de inmediato. Y, por supuesto, allí estaba su tesoro de oro, plata y rubíes.

La ventana abierta, de Saki (Hugh Munro)


Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel - dijo con mucho aplomo una señorita de quince años -; mientras tanto debe hacer lo posible por soportar¬me.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por lle¬gar. Dudó más que nunca de que esta serie de visi¬tas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá- le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural -; te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie, y tus nervios estarán peor que nunca debido a la impresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas. Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas de aquí? - preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa. - Casi a nadie - dijo Framton -. Mi hermana estuvo aquí, en la Rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar. -Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía - prosiguió la aplomada señorita.
- Sólo su nombre y su dirección - admitió el visitante. Se preguntaba si la señorita Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambien¬te sugería la presencia masculina.
- Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir después que se fue su hermana. -¿Su tragedia? - preguntó Framton; en esta apaci¬ble campiña las tragedias parecía algo fuera de lugar.
- Usted se preguntará por qué dejamos esa venta¬na abierta de par en par en una tarde de octubre - dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año - dijo Framton-; pero, ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso. sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato, la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana-. Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron: su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su her¬mano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa
canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como la de hoy, tengo !a espantosa sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil dis¬culpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo- dijo. - Me ha cantado cosas muy interesantes- respon¬dió Framton.
-Espero que no lo moleste la ventana abierta - dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí direc¬tamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes, los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado pero sólo a medías exitoso de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada conciencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenar¬me completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violen¬tos- anunció Framton, que abrigaba la ilusión bas¬tante difundida

de suponer que personas totalmen¬te desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más ínfimos detalles de nues¬tras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio -. Con respecto de !a dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No?- dijo la señora Sappleton ahogando un bos¬tezo a último momento.
Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba a lo que Framton esta¬ba diciendo.
-¡Por fin llegan! - exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacía la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía la mira¬da puesta en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacía la ventana; cada una lle¬vaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigada spaniel de color pardo. Silenciosamente se acerca¬ron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?" Framton agarró de prisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el por¬tón, fueron etapas apenas percibidas a su intem¬pestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del imper¬meable blanco entrando por la ventana-; bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hom¬bre que salió de golpe ni bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparando sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que hubiera visto en un fantasma. -seguro que ha sido a causa del spaniel -dijo tran¬quilamente la sobrina-; me contó que los perros le producían horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esos bichos que gruñían y mos¬traban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

(En El tigre de la señora Packletide y otros cuentos, Buenos Aires: CEAL, 1989).

Un pacto con el diablo, de Juan José Arreola


Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
- Perdone usted - le dije -, ¿no podría con¬tarme brevemente lo que ha ocurrido en la pan¬talla?
- Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
- Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
- Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown duran¬te siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
- El contrato puede renovarse. No hace mu¬cho, Daniel Brown lo firmó con un poco de san¬gre.
Yo podía completar con estos datos el argu¬mento de la película. Eran suficientes, pero qui¬se saber algo más. E1 complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Da¬niel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
- En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
- E1 diablo.
-¿Cómo es eso? - repliqué sorprendido.
- E1 alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
- Entonces el diablo . . .
- Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de di¬nero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a pu¬ñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
- Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar: -Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuri¬dad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
- Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
- Siendo así . . .
- En cambio, sé muy bien lo que puede ha¬cerse en siete años dé riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que se¬rían esos años, y vi la imagen de Paulina, son¬riente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensa¬mientos:
- Usted acaba de decirme que el alma de Da¬niel Brown no valía nada ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
- El alma de ese pobre muchacho puede mejo¬rar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
-¿Y si Daniel se arrepiente? . . .
Mi interlocutor pareció disgustado por la pie¬dad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su bo¬ca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
- Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces . . .
- No sería la primera vez que al diablo le sa¬lieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
- Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta. .
- ¿Qué dice usted?
- Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme. -Por ejemplo ... - y mi vecino hizo una pau¬sa llena de interés.
- Aquí está Daniel Brown - contesté -. Ado¬ra a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho es¬tas razones.
- Perdóneme - dijo -, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
- Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
- Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bas¬taba para hacerle olvidar su vida sencilla de cam¬pesino. Su casa era grande y lujosa, pero extra¬ñamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plan¬tas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
- Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrifica¬do por su mujer, lo demás no importa.
- Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
- Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llo¬rando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no compren¬día yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsi¬llos repletos.
- Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
- Usted, ¿es muy pobre?
- En este día - le contesté -, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empe¬ñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
- Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
- Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestir se. Van de cualquier modo. Reparan su trajes los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combi¬naciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cier¬to es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
- Le prometo hacerme su cliente - dijo mi in¬terlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
- Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
- Podría hacer algo más por usted - añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría propo¬nerle un negocio, hacerle una compra ...
- Perdón - contesté con rapidez -, no tene¬mos ya nada para vender; lo último, unos aretes de Paulina ...
- Piense usted bien, hay algo que quizás olvida . . .
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz ex¬traña:
- Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo . . .
Noté de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor ex¬traño, como fuego. É1 advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
- A estas alturas, señor mío resulta por de¬más una presentación Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el dia¬blo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
- Aquí en la cartera, llevo un documento que . . .
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuan¬do salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal.
Pensé que nuestra fortuna estaba en mis ma¬nos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujien¬te y en una de sus manos brillaba una aguja:
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿E1 alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una es¬pecie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
- Trato hecho. Sólo pongo una condición.
E1 diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
-¿Qué condición?
- Me gustaría ver el final de la película - contesté.
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
- Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
- Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
-¿Me da usted su palabra? ,
- Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprenden¬te, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparan¬do la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fa¬tigado, con su burdo traje lleno de polvo, pare¬cía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorrien¬do luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:
- Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
- Tu alma vale más que todo eso, Daniel ...
E1 rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonri¬sa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pan¬talla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Al¬guien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle .
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamen¬te que pude y cerré la puerta con cuidado. Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, dijo:
- Pareces agitado.
- No, nada, es que . . .
-¿No te ha gustado la película?
- Sí, pero ...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
-¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señala¬ron un rumbo. Como avergonzado contesté:
- Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
- Tuve un sueño y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato. Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle conta¬do. Parecía contenta y se rió mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un po¬co de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

(En Varia invención)

Flor, teléfono, muchacha, de Carlos Drumond de Andrade



No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una amiga la que ha¬blaba y hace bien oír a los amigos, aun¬que no hablen, porque un amigo es ca¬paz de hacerse entender hasta sin seña¬les. Hasta sin ojos. .
¿Se hablaba de cementerios? ¿De te¬léfonos? No me acuerdo, pero fuera de lo que fuese, mi amiga - ah, sí, ahora me acuerdo, hablábamos de flores- de pronto se puso seria y bajó la voz.
- Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!
Y sonriente:
- Además, estoy segura de que no lo vas a creer.
¿Quién sabe? Todo depende de quien lo cuenta y de cómo lo cuenta. Hay días en que ni de esto depende: es cuando estamos poseídos de una credulidad uni¬versal; pero, argumento máximo para mi, ella aseveraba que la historia era ver¬dadera.
- La muchacha vivía en la calle Ge¬neral Polidoro - empezó diciendo -. Cerca del cementerio de San Juan Bautista. Como has de saber, los que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No hay hora en qué no pase un entierro y termine por interesarnos. No es tan fascinante como ver pasar na¬víos, o casamientos, o la carroza de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha, naturalmente, prefería ver un entierro a no ver nada. Menos mal que el desfile de tanto cadáver no la deprimía.
Si el entierro era muy importante, de esos, sabés, con un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada del cementerio pera ver mejor. ¿Te has fija¬do cómo la gente se impresiona con las coronas? Demasiado, ¿no? Y se muere de curiosidad por saber qué hay escrito en las cintas. El muerto que da verdaderamente pena es el que llega sin acom¬pañamiento floral, tanto da que sea por decisión de la familia o por falta de medios. Las coronas no sólo confieren pres¬tigio al difunto sino que hasta lo acunan. A veces ella entraba al cementerio y seguía al séquito hasta el lugar de la sepultura. Así adquirió, seguramente, la costumbre de pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pa¬sear como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha, de haberse aburrido mu¬cho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en el Morisco y apoyarse en el muelle. Tenía el mar a su disposición, a cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de co¬ral, todo gratis. Pero, por pereza, o por su interés en los entierros o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar bóvedas. ¡Pobre!
-En el interior eso es muy común...
-Pero ella era de Botafogo.
¬-¿Trabajaba?,
-En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de su nacimiento, ni que te describa su físico. Para el caso que te estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía pasearse - o mejor dicho, "deslizarse"-, ensimismada entre las calleci¬tas blancas del cementerio, leía una ins¬cripción, o no la leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones- sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decíme, ¿qué más podía hacer? Quizá llegó a subir al cerro, donde está la parte nueva del cementerio, las tumbas más modestas. Debe haber sido ahí donde, una tarde, recogió una flor.
-¿Qué flor?
- Una flor cualquiera. Una margarita. por ejemplo. O un clavel. Para mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé. La tomó con ese ade¬mán, vago y maquinal, que en ese ca¬so todos hacemos, se la acercó a la na¬riz - como era de esperar, no tenía aroma-, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un costado, pensando en otra cosa.
Tampoco sé si la muchacha tiró la margarita al pavimento del cementerio o al de la calle, de vuelta a su casa. Ella misma trató, más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que ya estaba tranquilamente en su casa, desde hacia unos minutos, cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió.
-Hola.
-¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?
La voz era distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió y, comprendiendo a medias, preguntó:
-¿La qué?
Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obli¬gaciones. Cinco minutos después, el te¬léfono llamaba de nuevo.
-Hola.
-¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?
Cinco minutos bastan para que la persona menos imaginativa se haga una composición de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.
-La tengo aquí; vení a buscarla. ¬
En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:
-Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita.
¿Era hombre? ¿Era mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo, se hacía entender. La mucha¬cha siguió su juego:
-Ya te he dicho: vení a buscarla.
-Sabés muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi flor y es tu obligación devolvérmela.
-Pero ¿quién habla?
-Dame mi flor, te lo suplico.
-O me decís quién sos o no te la doy.
-Dame mi flor. Tú no la necesitas y yo sí. Quiero la flor que brotó en mi sepulcro.
La broma era estúpida, machacona. La ¬muchacha, aburrida, cortó la comunicación. Se quedó tranquila el resto del día.
Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La muchacha, con toda inocencia, fue a atenderlo:
-¡Hola!
- ¿Qué es de la flor.. ?
No oyó más. Irritada, colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó, la campanilla sonó de nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:
-Oiga. Cambie de disco. Ya estoy harta.
-Tienes que devolverme la flor - re¬trucó la voz doliente. ¿Por qué razón te entrometiste con mi tumba? Tienes todo en el mundo, y yo, pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.
-Bueno, dejate de embromar.
Cortó. Pero al volver a su cuarto, ya no iba sola. Llevaba consigo la idea de aquella flor, o, mejor dicho, la idea de la persona idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto a ningún conocido: era distraída por naturaleza. No sería fá¬cil adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, pero tan bien que no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya empezaba a tener miedo?
-Yo también.
-No seas sonso. Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba. Siempre a la misma hora, siempre en el mis¬mo tono. La voz no amenazaba, no subía de volumen, imploraba. Parecía que la maldita flor era, para ella, la cosa más valiosa del mundo, y que su eterno des¬canso - admitiendo que se trataba de una persona muerta- dependiera de la restitución de una humilde florcita. Pero sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la cantilena de la voz y, a continuación, le dijo de todo: que se fuera al demonio, que dejara de ser imbécil, (palabra excelente porque se adecuaba a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las medidas pertinentes.
La medida consistió en avisarle al hermano, después al padre. (La interven¬ción de la madre no había conmovido a la voz). Por el teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia, pero lo raro era que, al referirse a él, decían "la voz".
-¿La voz llamó hoy? - preguntaba el padre, al volver del centro.
-¡Mirá que no! Es infalible - suspiraba la madre, desalentada.
Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar el cerebro. Indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie reclamaba una flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo edificio. ¿Cómo descubrirlo?.
El hermano comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro, después a todos los de las calles transversales, después a todos lo de la característica 2-6... Discaba, oía el "Hola", verificaba que ésa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz debía de estar mucho más cerca; el tiempo de salir del cementerio y llamar a la muchacha. Y muy escondida tenía que estar ya que sólo se hacía oír cuando quería, es decir, a cierta hora de la tarde. Ese problema de la hora le inspiró a la familia algunas diligencias. Pero infructuosas.
Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con sus amigas hablaba. Entonces la "voz", que le pedía "dame mi flor", le decía al que atendía el aparato: "Quien me robó la flor tiene que restituirla", "quiero mi flor", etc... No dialogaba con estas personas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la "voz" no daba explicaciones.
Quince días o un mes así termina por enloquecer a un santo. La familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su incumbencia; el hecho es que no se averiguó nada. El padre, entonces, corrió a la compañía Telefónica. Lo recibió un caballero amabilísimo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden técnico.
-¡Pero se trata de la paz de mi hogar, eso vengo a pedirle! La tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme del teléfono?
-No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor, sería una locura. Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a su casa, tranquilice a la familia, y espere los acontecimientos. Le prometo que haremos lo posible.
Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada. La voz siguió mendigando la flor. La muchacha, perdiendo el apetito y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un vago difunto que ni siquiera conocía. Porque - ya te dije que era distraída - ni siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si por lo menos lo supiera...
El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana había pasado aquella tarde había cinco sepulturas con flores plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la florería más cercana, compró cinco enormes ramilletes y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio aplacaría el ansia del enterrado. Si es que los muertos sufren y a los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.
Pero la "voz" no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna flor le convenía sino aquella menuda, estrujada, olvidada, que había quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de otra tierra: no habían nacido de su humus -esto decía la voz, sin decirlo-. Y la madre desistió de las ofrendas que había proyectado. ¿Flores, misas, para qué?...
El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un medium eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que estableciese contacto con el alma despojada de su flor. Asistió a innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los poderes sobrenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente (como a veces la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba cada día más a una explicación desalentadora que era la falta de cualquier explicación lógica), esa persona había perdido toda noción de misericordia. Y si era de una persona muerta, ¿cómo juzgar, cómo vencer a los muertos? De cualquier modo, en el llamado había un tristeza húmeda, una congoja tan honda, que hacía olvidar su crueldad y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No te parece que es el colmo de la falta de esperanza?
-Pero, ¿y la muchacha?
-Carlos, te previne que este caso era muy triste. La muchacha murió, exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quedate tranquilo, para todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.

(En Demasiado Tarde, Barcelona: Bruguera, 1983).

El escuerzo, de Leopoldo Lugones


Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando a mi víc¬tima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mí relato con la acostumbrada benevolencia; cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzu¬rrado animalejo. -¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! - exclamó con muestras de la mayor alegría -. En este mismo instante vamos a quemarlo.
-¿Quemarlo? --dije yo- ¿Pero qué va a hacer si ya está muerto...?
-¿No sabes que es un escuerzo - replicó en tono misterioso mi interlocutora - y que este ani¬malito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre !as cuales puso el cadáver del escuerzo.
¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.
-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquia? - interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años.
- De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. Julia sonrió. - No puede usted figu¬rarse cuánto deseo conocerla...
- Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa.
Así, pues, mientras se asaba mí fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue:
Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaba año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, coma de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo. al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharlo, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal.
- Has de saber - le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que puede hacer con él otro tanto. El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja de que aquello era una paparrucha buena para asustar a chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal.
Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía cau¬sarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir y él tuvo que decidirse a acompañarla.
No era tan distante; unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron can el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuer¬zo no apareció.
-¿No te dije? - exclamó ella echándose a llorar -; ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!
- Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro ham¬briento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo! Lo mejor es volver, que ya viene ano¬checiendo y la humedad de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llorosa, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo, hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minucioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a !a luz de la Luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí.
La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda.. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que segura¬mente estaría llena de sabandijas!
Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro. y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro.
Calculaba ella que sería la medianoche, pues la Luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia. Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero, y si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Mas el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente.
Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausadamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La Luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volu¬men. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su pri¬mitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas.
Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba hela¬do y rígido bajo la triste luz en que la Luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.

(En Las fuerzas extrañas, Buenos Aires, Editorial Huemul, 1966)

El dragón, de Ray Bradbury


La noche soplaba en el pasto escaso del pára¬mo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tene¬broso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convir¬tiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuri¬dad les latía calladamente en las venas, les gol¬peaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los párpados de lagarto del otro. A1 fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No, idiota nos delatarás!
-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
-Es la muerte, no el sueño, lo que busca¬mos...
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿El dragón nunca entra en el pueblo!
-!Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo ve¬cino.
-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos. Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, co¬mo tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suave¬mente, suavemente.
- Ah ... - El segundo hombre suspiró -. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanque¬cino; se lo ve arder a través de los páramos oscu¬ros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mue¬ren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruo¬sas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
-¡Suficiente te digo!
-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desola¬ción, ni siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos años después de Navidad.
-No, no - murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados -. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desapare¬cido, la gente no habría nacido todavía las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún, en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos am¬pare!
-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sa¬bemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra ar¬madura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del pá¬ramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiem¬po. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los hue¬sos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. E1 viento era mil almas moribundas; siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hom¬bre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempes¬tades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descen¬dente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
- Mira ... - murmuró el primer hombre -. Oh, mira, allá...
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y mon¬taron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreci¬so, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
-¡Pronto! Espolearon las cabalgaduras hasta un claro. -¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las vi¬seras cayeron sobre los ojos de los caballos.
-¡Señor!
- Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hom¬bres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y 1a bestia prosiguió su carrera.
-¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro ne¬gro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
-¿Viste? - gritó una voz -. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
-¿Vas a detenerte?
- Me detuve una vez; no encontré nada No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
- Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se mo¬vió.
Una ráfaga da humo dividió 1a niebla.
- Llegaremos a Stokely a horario. Más car¬bón ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

(En Remedio para melancólicos)

El corazón delator, de E. A. Poe


Es cierto: he sido y soy terriblemente nervioso. Pero ¿por qué insisten ustedes en llamarme loco? La enfermedad me ha aguzado los sentidos. No los ha destruido ni los ha embotado. De todos ellos el oído es el más agudo. Escuchaba todas las cosas, tanto del Cielo como de la Tierra. Escuchaba muchas cosas del Infierno. ¿Cómo puede ser entonces, que esté loco? ¡Presten atención! Escuchen y observen cuán tranquilamente puedo contarles toda la historia.
Me resulta imposible decir cómo se me ocurrió la idea por primera vez, pero ya concebida, me acosó día y noche. No existía motivo alguno. Ni siquiera la pasión. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Jamás me insultó. Tampoco quería apropiarme de su dinero. ¡Creo que fue su ojo! ¡Sí! ¡Fue eso! Tenía el ojo de un buitre. Un ojo azul pálido, como cubierto con una membrana. Cada vez que me miraba, la sangre se me helaba en las venas. De modo que, gradualmente, muy gradualmente, decidí matar al viejo, para librarme así de su ojo para siempre.
Así era la cuestión. Ustedes me creen loco. Los locos no entienden nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuán sabiamente procedí, con qué cuidado, con qué perspicacia, con qué disimulo me puse a trabajar.
Nunca fui tan cariñoso con el viejo como durante la semana que tramé su muerte. Y, todas las noches, alrededor de la medianoche, giraba el picaporte de su puerta y la abría muy suavemente. Entonces, cuando conseguía abrirla suficientemente para hacer pasar mi cabeza, colocaba un farol cubierto, completamente cubierto para que ninguna luz escapara, dentro de la pieza; y, entonces, metía la cabeza. Oh, ¡cómo se hubieran reído ustedes al verme meter la cabeza con tanto cuidado. La movía despacio, muy despacio, para no despertar al viejo. Me llevaba una hora meter toda mi cabeza dentro de la abertura para verlo mientras yacía sobre la cama. ¿Podía un loco actuar tan astutamente como lo hice yo? Y, cuando mi cabeza estaba bien adentro del cuarto, descubría el farol con cuidado oh, ¡con mucho cuidado, porque los goznes crujían! Lo abría tan sólo para que un único rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo repetí durante siete largas noches, siempre a medianoche. Pero siempre encontraba el ojo cerrado; y, así resultaba imposible hacer el trabajo; porque no era el viejo el que me irritaba, sino su ojo maligno. Y, cada mañana, cuando amanecía, entraba descaradamente en su cuarto y le hablaba animadamente, lo llamaba por su nombre en tono cariñoso y le preguntaba cómo había pasado la noche. Como ven, el viejo hubiera tenido que ser un hombre muy profundo para sospechar que todas las noches, a las doce precisamente, yo lo observaba mientras dormía.
La octava noche fui más cuidadoso al abrir la puerta. Las manecillas del reloj se movían mucho más rápido que mis manos. Nunca, antes de esa noche, había llegado a sentir cuán grande era mi fuerza y mi sagacidad. Apenas podía contener la emoción del triunfo. Pensar que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera soñaba el secreto de mis actos y de mis pensamientos. La idea consiguió hacerme reír entre dientes y, quizás, me oyó, porque, de pronto, se revolvió en la cama, como espantado. Ahora pensarán que retrocedí, pero no. En la habitación reinaba la más completa oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por miedo a los ladrones) y yo sabía que él no podía ver la abertura de la puerta, de modo que seguí empujándola.
Tenía la cabeza adentro y estaba por abrir el farol, cuando mi pulgar resbaló sobre la perilla de metal, y el viejo saltó en la cama gritando:
- ¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo y, entretanto, no lo oí volver a acostarse, estaba quieto, sentado en la cama, escuchando, tal como lo había hecho yo, noche tras noche., contemplando los augures de la muerte en las paredes.
Pronto escuché un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal. No era un gemido de dolor o de pena. ¡Oh, no! Era el sonido apagado y subterráneo que se levanta desde el fondo de un alma sobrecogida por el miedo. Ya conocía bien el sonido. Muchas veces, a medianoche, cuando todo el mundo dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su eco espantoso el terror que me enloquecía.
Lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y lo compadecía, aunque también me divertía. Sabía que había permanecido despierto desde que escuchó el primer ruido leve, cuando se había dado vuelta en la cama. El miedo había comenzado a invadirlo. Trataba de imaginarse lo absurdo de su miedo, pero no podía. Había estado diciéndose a sí mismo: "No es sino el viento de la chimenea", "Es sólo una rata que corretea" o "Es tan sólo el canto de un grillo". Había estado tratando de conformarse a sí mismo con todas estas suposiciones, pero había sido en vano. Todo en vano; porque, al acercarse, la Muerte lo había rozado con su sombra negra y lo había envuelto. Y fue el tétrico influjo de la sombra no percibida lo que lo hizo sentir - a pesar de que no la veía ni la escuchaba- la presencia de mi cabeza dentro de su habitación.
Después de esperar un largo rato, muy pacientemente, sin haberlo oído recostarse, resolví descubrir una pequeña, muy pequeña, hendija en el farol. La descubrí -¡no pueden imaginarse con cuánta cautela!- hasta que, por fin, un único y tenue rayo, fino como la tela de una araña, salió de la hendija y cayó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto - bien, bien abierto- y me enfurecí al verlo. Lo vi con perfecta claridad, de un azul desvaído, con su odioso velo por encima que me helaba hasta la médula de los huesos, pero no pude ver el resto de la cara del viejo porque sólo había dirigido el rayo, como por instinto, con precisión increíble, sobre el condenado lugar.
¿Acaso no les dije que lo que ustedes confunden con locura es tan sólo una hipersensibilidad de los sentidos? Por ejemplo, llegó hasta mis oídos un imperceptible, débil, rápido sonido, como el que produce un reloj envuelto en algodón. Conocía ese sonido demasiado bien. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia de la misma manera que el batir de un tambor aumenta el coraje de un soldado.
Pero todavía me contuve y permanecí quieto. Apenas respiraba. Sostuve el farol absolutamente quieto. Traté por todos los medios de mantener el rayo sobre el ojo, mientras el endemoniado golpeteo del corazón aumentaba. Se volvió más y más rápido y, cada vez, más fuerte, ¡más fuerte! ¡El terror del viejo debía de haber sido extremo! El corazón se hizo más fuerte. Casi diría que aumentaba a cada momento. ¿Se dan cuenta? Ya les he dicho que soy nervioso; lo soy. Y, ahora, en las horas muertas de la noche, en medio del terrible silencio de la vieja casa, un sonido tan extraño como ése despertaba en mí un incontrolable terror.
Aún así, durante unos minutos más me contuve y permanecí inmóvil. Pero el latido se volvía cada vez más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón estallaría. Y, entonces, una nueva ansiedad se apoderó de mí: el sonido podía ser oído por algún vecino. ¡La hora del viejo había llegado!
Con desaforado aullido abrí completamente la linterna y salté al cuarto. Chilló una sola vez. En un instante lo arrastré por el piso y lo aplasté con la pesada cama. Entonces sonreí contento al encontrarme con el hecho casi consumado. Pero durante varios minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado, sordo. Esto, sin embargo, no me molestó; no podía ser escuchado a través de la pared. Por fin, cesó. El viejo estaba muerto. Retiré la cama y examiné el cadáver. Sí. Estaba muerto. Muerto como una piedra. Coloqué mi mano sobre el corazón y la dejé allí unos instantes. No había pulsaciones. Estaba muerto. El ojo no me mortificaría mas.
Si todavía me creen loco, no seguirán pensando lo mismo cuando les describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche declinaba, de modo que tuve que trabajar rápidamente y en silencio. Primero descuarticé el cuerpo: le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Después levanté tres listones del piso de la habitación y deposité todo entre los tirantes. Volví a colocar las tablas tan inteligentemente, tan hábilmente que ningún ojo humano, ni siquiera el de él, hubiera podido notar algo fuera de lugar. No había nada qué lavar, ninguna mancha, ni siquiera una gota de sangre. Había sido demasiado astuto para eso, y había recogido todo con una palangana. ¡Ja, ja!
Cuando terminé todas estas tareas eran las cuatro. Todavía estaba tan oscuro como si fuera medianoche. Cuando el campanario daba la hora, alguien golpeó la puerta de calle. Fui a abrir tranquilamente. Terminado el trabajo, ¿qué podía temer? Entraron tres hombres que se presentaron, cortésmente, como agentes de la policía. Un vecino había escuchado un grito durante la noche; se sospechaba un crimen. Se había radicado una denuncia en la seccional policial, y ellos había sido designados para revisar la casa.
Sonreí. ¿Qué podía temer? Di la bienvenida a los caballeros. El grito, les dije, lo había lanzado yo en sueños. El viejo, informé, se hallaba en el campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Les invité a que revisaran bien, muy bien. Más tarde los llevé a la habitación y les mostré los tesoros del viejo, intactos y seguros. Me tenía tanta confianza que les traje unas sillas al cuarto y les sugerí que descansaran allí de sus fatigas, mientras yo mismo, en la más salvaje audacia de mi triunfo impecable y perfecto, colocaba mi silla sobre el lugar mismo donde yacía el cadáver de mi víctima.
Los policías estaban satisfechos. Mi estilo los había convencido. Yo estaba muy cómodo. Se quedaron un tiempo a charlar de cosas nimias, mientras yo les respondía alegremente. Pero no había pasado mucho tiempo cuando sentí que empalidecía y que empezaba a desear que se fueran. Me dolía la cabeza y hasta imaginé un zumbido en mis oídos. Pero ellos seguían sentados y seguían conversando. El ruido en mis oídos continuaba y se hacía cada vez más claro. Hablé con más y más animación, para tratar de librarme de la sensación; pero el ruido continuaba y ganaba en fuerza hasta que, al final, me di cuenta de que no estaba en mis oídos.
Sin duda, me volvía cada vez más pálido, pero seguí hablando con fluidez y levantando la voz. Sin embargo, el sonido era cada vez más fuerte. ¿Qué podía ser? Era un sonido imperceptible, débil y rápido, como el sonido que produce un reloj envuelto en algodón. Mi aliento se hacía entrecortado, pero los policías aún no se daban cuenta de nada. Hablé más rápidamente, con mayor vehemencia, pero el ruido aumentaba. Me levanté y empecé a discutir por tonterías, en voz alta y con gestos violentos, pero el ruido continuaba creciendo. ¿Por qué no se irían? Caminé de un lado a otro de la habitación con paso pesado, como si los comentarios de esos hombres despertaran mi furia, pero el ruido continuaba escuchándose cada vez más fuerte. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? ¡Echaba espuma, deliraba, maldecía! Revoleé la silla sobre la que estaba sentado y la rechiné contra las tablas del piso, pero el ruido crecía por encima de todo y aumentaba constantemente. Se hizo más fuerte, más fuerte. Y los hombres aún conversaban despreocupadamente, y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Ellos lo oían, ellos sospechaban! Ellos oían. ¡Sabían! Se estaban burlando de mi terror. ¡Esto es lo que pensaba y lo que pienso ahora! ¡Cualquier cosa era mejor que esa agonía! ¡Cualquier cosa, más tolerable que esa burla! No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas. ¡Sentí que debía gritar o morir! Gritar una y otra vez, ¡escuchen! ¡Más fuerte, más fuerte, más fuerte!.
- ¡Miserables - grité -, no disimulen más! ¡Confieso que lo hice! ¡Levanten las tablas! ¡Aquí, aquí! ¡Aquí donde se oye el latido de su repugnante corazón!