lunes, 22 de febrero de 2010

Flor, teléfono, muchacha, de Carlos Drumond de Andrade



No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una amiga la que ha¬blaba y hace bien oír a los amigos, aun¬que no hablen, porque un amigo es ca¬paz de hacerse entender hasta sin seña¬les. Hasta sin ojos. .
¿Se hablaba de cementerios? ¿De te¬léfonos? No me acuerdo, pero fuera de lo que fuese, mi amiga - ah, sí, ahora me acuerdo, hablábamos de flores- de pronto se puso seria y bajó la voz.
- Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!
Y sonriente:
- Además, estoy segura de que no lo vas a creer.
¿Quién sabe? Todo depende de quien lo cuenta y de cómo lo cuenta. Hay días en que ni de esto depende: es cuando estamos poseídos de una credulidad uni¬versal; pero, argumento máximo para mi, ella aseveraba que la historia era ver¬dadera.
- La muchacha vivía en la calle Ge¬neral Polidoro - empezó diciendo -. Cerca del cementerio de San Juan Bautista. Como has de saber, los que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No hay hora en qué no pase un entierro y termine por interesarnos. No es tan fascinante como ver pasar na¬víos, o casamientos, o la carroza de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha, naturalmente, prefería ver un entierro a no ver nada. Menos mal que el desfile de tanto cadáver no la deprimía.
Si el entierro era muy importante, de esos, sabés, con un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada del cementerio pera ver mejor. ¿Te has fija¬do cómo la gente se impresiona con las coronas? Demasiado, ¿no? Y se muere de curiosidad por saber qué hay escrito en las cintas. El muerto que da verdaderamente pena es el que llega sin acom¬pañamiento floral, tanto da que sea por decisión de la familia o por falta de medios. Las coronas no sólo confieren pres¬tigio al difunto sino que hasta lo acunan. A veces ella entraba al cementerio y seguía al séquito hasta el lugar de la sepultura. Así adquirió, seguramente, la costumbre de pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pa¬sear como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha, de haberse aburrido mu¬cho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en el Morisco y apoyarse en el muelle. Tenía el mar a su disposición, a cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de co¬ral, todo gratis. Pero, por pereza, o por su interés en los entierros o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar bóvedas. ¡Pobre!
-En el interior eso es muy común...
-Pero ella era de Botafogo.
¬-¿Trabajaba?,
-En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de su nacimiento, ni que te describa su físico. Para el caso que te estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía pasearse - o mejor dicho, "deslizarse"-, ensimismada entre las calleci¬tas blancas del cementerio, leía una ins¬cripción, o no la leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones- sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decíme, ¿qué más podía hacer? Quizá llegó a subir al cerro, donde está la parte nueva del cementerio, las tumbas más modestas. Debe haber sido ahí donde, una tarde, recogió una flor.
-¿Qué flor?
- Una flor cualquiera. Una margarita. por ejemplo. O un clavel. Para mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé. La tomó con ese ade¬mán, vago y maquinal, que en ese ca¬so todos hacemos, se la acercó a la na¬riz - como era de esperar, no tenía aroma-, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un costado, pensando en otra cosa.
Tampoco sé si la muchacha tiró la margarita al pavimento del cementerio o al de la calle, de vuelta a su casa. Ella misma trató, más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que ya estaba tranquilamente en su casa, desde hacia unos minutos, cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió.
-Hola.
-¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?
La voz era distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió y, comprendiendo a medias, preguntó:
-¿La qué?
Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obli¬gaciones. Cinco minutos después, el te¬léfono llamaba de nuevo.
-Hola.
-¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?
Cinco minutos bastan para que la persona menos imaginativa se haga una composición de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.
-La tengo aquí; vení a buscarla. ¬
En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:
-Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita.
¿Era hombre? ¿Era mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo, se hacía entender. La mucha¬cha siguió su juego:
-Ya te he dicho: vení a buscarla.
-Sabés muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi flor y es tu obligación devolvérmela.
-Pero ¿quién habla?
-Dame mi flor, te lo suplico.
-O me decís quién sos o no te la doy.
-Dame mi flor. Tú no la necesitas y yo sí. Quiero la flor que brotó en mi sepulcro.
La broma era estúpida, machacona. La ¬muchacha, aburrida, cortó la comunicación. Se quedó tranquila el resto del día.
Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La muchacha, con toda inocencia, fue a atenderlo:
-¡Hola!
- ¿Qué es de la flor.. ?
No oyó más. Irritada, colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó, la campanilla sonó de nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:
-Oiga. Cambie de disco. Ya estoy harta.
-Tienes que devolverme la flor - re¬trucó la voz doliente. ¿Por qué razón te entrometiste con mi tumba? Tienes todo en el mundo, y yo, pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.
-Bueno, dejate de embromar.
Cortó. Pero al volver a su cuarto, ya no iba sola. Llevaba consigo la idea de aquella flor, o, mejor dicho, la idea de la persona idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto a ningún conocido: era distraída por naturaleza. No sería fá¬cil adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, pero tan bien que no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya empezaba a tener miedo?
-Yo también.
-No seas sonso. Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba. Siempre a la misma hora, siempre en el mis¬mo tono. La voz no amenazaba, no subía de volumen, imploraba. Parecía que la maldita flor era, para ella, la cosa más valiosa del mundo, y que su eterno des¬canso - admitiendo que se trataba de una persona muerta- dependiera de la restitución de una humilde florcita. Pero sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la cantilena de la voz y, a continuación, le dijo de todo: que se fuera al demonio, que dejara de ser imbécil, (palabra excelente porque se adecuaba a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las medidas pertinentes.
La medida consistió en avisarle al hermano, después al padre. (La interven¬ción de la madre no había conmovido a la voz). Por el teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia, pero lo raro era que, al referirse a él, decían "la voz".
-¿La voz llamó hoy? - preguntaba el padre, al volver del centro.
-¡Mirá que no! Es infalible - suspiraba la madre, desalentada.
Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar el cerebro. Indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie reclamaba una flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo edificio. ¿Cómo descubrirlo?.
El hermano comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro, después a todos los de las calles transversales, después a todos lo de la característica 2-6... Discaba, oía el "Hola", verificaba que ésa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz debía de estar mucho más cerca; el tiempo de salir del cementerio y llamar a la muchacha. Y muy escondida tenía que estar ya que sólo se hacía oír cuando quería, es decir, a cierta hora de la tarde. Ese problema de la hora le inspiró a la familia algunas diligencias. Pero infructuosas.
Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con sus amigas hablaba. Entonces la "voz", que le pedía "dame mi flor", le decía al que atendía el aparato: "Quien me robó la flor tiene que restituirla", "quiero mi flor", etc... No dialogaba con estas personas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la "voz" no daba explicaciones.
Quince días o un mes así termina por enloquecer a un santo. La familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su incumbencia; el hecho es que no se averiguó nada. El padre, entonces, corrió a la compañía Telefónica. Lo recibió un caballero amabilísimo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden técnico.
-¡Pero se trata de la paz de mi hogar, eso vengo a pedirle! La tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme del teléfono?
-No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor, sería una locura. Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a su casa, tranquilice a la familia, y espere los acontecimientos. Le prometo que haremos lo posible.
Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada. La voz siguió mendigando la flor. La muchacha, perdiendo el apetito y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un vago difunto que ni siquiera conocía. Porque - ya te dije que era distraída - ni siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si por lo menos lo supiera...
El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana había pasado aquella tarde había cinco sepulturas con flores plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la florería más cercana, compró cinco enormes ramilletes y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio aplacaría el ansia del enterrado. Si es que los muertos sufren y a los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.
Pero la "voz" no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna flor le convenía sino aquella menuda, estrujada, olvidada, que había quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de otra tierra: no habían nacido de su humus -esto decía la voz, sin decirlo-. Y la madre desistió de las ofrendas que había proyectado. ¿Flores, misas, para qué?...
El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un medium eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que estableciese contacto con el alma despojada de su flor. Asistió a innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los poderes sobrenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente (como a veces la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba cada día más a una explicación desalentadora que era la falta de cualquier explicación lógica), esa persona había perdido toda noción de misericordia. Y si era de una persona muerta, ¿cómo juzgar, cómo vencer a los muertos? De cualquier modo, en el llamado había un tristeza húmeda, una congoja tan honda, que hacía olvidar su crueldad y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No te parece que es el colmo de la falta de esperanza?
-Pero, ¿y la muchacha?
-Carlos, te previne que este caso era muy triste. La muchacha murió, exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quedate tranquilo, para todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.

(En Demasiado Tarde, Barcelona: Bruguera, 1983).

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