lunes, 22 de febrero de 2010

El corazón delator, de E. A. Poe


Es cierto: he sido y soy terriblemente nervioso. Pero ¿por qué insisten ustedes en llamarme loco? La enfermedad me ha aguzado los sentidos. No los ha destruido ni los ha embotado. De todos ellos el oído es el más agudo. Escuchaba todas las cosas, tanto del Cielo como de la Tierra. Escuchaba muchas cosas del Infierno. ¿Cómo puede ser entonces, que esté loco? ¡Presten atención! Escuchen y observen cuán tranquilamente puedo contarles toda la historia.
Me resulta imposible decir cómo se me ocurrió la idea por primera vez, pero ya concebida, me acosó día y noche. No existía motivo alguno. Ni siquiera la pasión. Yo quería al viejo. Nunca me hizo daño. Jamás me insultó. Tampoco quería apropiarme de su dinero. ¡Creo que fue su ojo! ¡Sí! ¡Fue eso! Tenía el ojo de un buitre. Un ojo azul pálido, como cubierto con una membrana. Cada vez que me miraba, la sangre se me helaba en las venas. De modo que, gradualmente, muy gradualmente, decidí matar al viejo, para librarme así de su ojo para siempre.
Así era la cuestión. Ustedes me creen loco. Los locos no entienden nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuán sabiamente procedí, con qué cuidado, con qué perspicacia, con qué disimulo me puse a trabajar.
Nunca fui tan cariñoso con el viejo como durante la semana que tramé su muerte. Y, todas las noches, alrededor de la medianoche, giraba el picaporte de su puerta y la abría muy suavemente. Entonces, cuando conseguía abrirla suficientemente para hacer pasar mi cabeza, colocaba un farol cubierto, completamente cubierto para que ninguna luz escapara, dentro de la pieza; y, entonces, metía la cabeza. Oh, ¡cómo se hubieran reído ustedes al verme meter la cabeza con tanto cuidado. La movía despacio, muy despacio, para no despertar al viejo. Me llevaba una hora meter toda mi cabeza dentro de la abertura para verlo mientras yacía sobre la cama. ¿Podía un loco actuar tan astutamente como lo hice yo? Y, cuando mi cabeza estaba bien adentro del cuarto, descubría el farol con cuidado oh, ¡con mucho cuidado, porque los goznes crujían! Lo abría tan sólo para que un único rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo repetí durante siete largas noches, siempre a medianoche. Pero siempre encontraba el ojo cerrado; y, así resultaba imposible hacer el trabajo; porque no era el viejo el que me irritaba, sino su ojo maligno. Y, cada mañana, cuando amanecía, entraba descaradamente en su cuarto y le hablaba animadamente, lo llamaba por su nombre en tono cariñoso y le preguntaba cómo había pasado la noche. Como ven, el viejo hubiera tenido que ser un hombre muy profundo para sospechar que todas las noches, a las doce precisamente, yo lo observaba mientras dormía.
La octava noche fui más cuidadoso al abrir la puerta. Las manecillas del reloj se movían mucho más rápido que mis manos. Nunca, antes de esa noche, había llegado a sentir cuán grande era mi fuerza y mi sagacidad. Apenas podía contener la emoción del triunfo. Pensar que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y que él ni siquiera soñaba el secreto de mis actos y de mis pensamientos. La idea consiguió hacerme reír entre dientes y, quizás, me oyó, porque, de pronto, se revolvió en la cama, como espantado. Ahora pensarán que retrocedí, pero no. En la habitación reinaba la más completa oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por miedo a los ladrones) y yo sabía que él no podía ver la abertura de la puerta, de modo que seguí empujándola.
Tenía la cabeza adentro y estaba por abrir el farol, cuando mi pulgar resbaló sobre la perilla de metal, y el viejo saltó en la cama gritando:
- ¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo y, entretanto, no lo oí volver a acostarse, estaba quieto, sentado en la cama, escuchando, tal como lo había hecho yo, noche tras noche., contemplando los augures de la muerte en las paredes.
Pronto escuché un débil gemido y supe que era un gemido de terror mortal. No era un gemido de dolor o de pena. ¡Oh, no! Era el sonido apagado y subterráneo que se levanta desde el fondo de un alma sobrecogida por el miedo. Ya conocía bien el sonido. Muchas veces, a medianoche, cuando todo el mundo dormía, se había escapado de mi propio pecho, aumentando con su eco espantoso el terror que me enloquecía.
Lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y lo compadecía, aunque también me divertía. Sabía que había permanecido despierto desde que escuchó el primer ruido leve, cuando se había dado vuelta en la cama. El miedo había comenzado a invadirlo. Trataba de imaginarse lo absurdo de su miedo, pero no podía. Había estado diciéndose a sí mismo: "No es sino el viento de la chimenea", "Es sólo una rata que corretea" o "Es tan sólo el canto de un grillo". Había estado tratando de conformarse a sí mismo con todas estas suposiciones, pero había sido en vano. Todo en vano; porque, al acercarse, la Muerte lo había rozado con su sombra negra y lo había envuelto. Y fue el tétrico influjo de la sombra no percibida lo que lo hizo sentir - a pesar de que no la veía ni la escuchaba- la presencia de mi cabeza dentro de su habitación.
Después de esperar un largo rato, muy pacientemente, sin haberlo oído recostarse, resolví descubrir una pequeña, muy pequeña, hendija en el farol. La descubrí -¡no pueden imaginarse con cuánta cautela!- hasta que, por fin, un único y tenue rayo, fino como la tela de una araña, salió de la hendija y cayó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto - bien, bien abierto- y me enfurecí al verlo. Lo vi con perfecta claridad, de un azul desvaído, con su odioso velo por encima que me helaba hasta la médula de los huesos, pero no pude ver el resto de la cara del viejo porque sólo había dirigido el rayo, como por instinto, con precisión increíble, sobre el condenado lugar.
¿Acaso no les dije que lo que ustedes confunden con locura es tan sólo una hipersensibilidad de los sentidos? Por ejemplo, llegó hasta mis oídos un imperceptible, débil, rápido sonido, como el que produce un reloj envuelto en algodón. Conocía ese sonido demasiado bien. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia de la misma manera que el batir de un tambor aumenta el coraje de un soldado.
Pero todavía me contuve y permanecí quieto. Apenas respiraba. Sostuve el farol absolutamente quieto. Traté por todos los medios de mantener el rayo sobre el ojo, mientras el endemoniado golpeteo del corazón aumentaba. Se volvió más y más rápido y, cada vez, más fuerte, ¡más fuerte! ¡El terror del viejo debía de haber sido extremo! El corazón se hizo más fuerte. Casi diría que aumentaba a cada momento. ¿Se dan cuenta? Ya les he dicho que soy nervioso; lo soy. Y, ahora, en las horas muertas de la noche, en medio del terrible silencio de la vieja casa, un sonido tan extraño como ése despertaba en mí un incontrolable terror.
Aún así, durante unos minutos más me contuve y permanecí inmóvil. Pero el latido se volvía cada vez más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón estallaría. Y, entonces, una nueva ansiedad se apoderó de mí: el sonido podía ser oído por algún vecino. ¡La hora del viejo había llegado!
Con desaforado aullido abrí completamente la linterna y salté al cuarto. Chilló una sola vez. En un instante lo arrastré por el piso y lo aplasté con la pesada cama. Entonces sonreí contento al encontrarme con el hecho casi consumado. Pero durante varios minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado, sordo. Esto, sin embargo, no me molestó; no podía ser escuchado a través de la pared. Por fin, cesó. El viejo estaba muerto. Retiré la cama y examiné el cadáver. Sí. Estaba muerto. Muerto como una piedra. Coloqué mi mano sobre el corazón y la dejé allí unos instantes. No había pulsaciones. Estaba muerto. El ojo no me mortificaría mas.
Si todavía me creen loco, no seguirán pensando lo mismo cuando les describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche declinaba, de modo que tuve que trabajar rápidamente y en silencio. Primero descuarticé el cuerpo: le corté la cabeza, los brazos y las piernas.
Después levanté tres listones del piso de la habitación y deposité todo entre los tirantes. Volví a colocar las tablas tan inteligentemente, tan hábilmente que ningún ojo humano, ni siquiera el de él, hubiera podido notar algo fuera de lugar. No había nada qué lavar, ninguna mancha, ni siquiera una gota de sangre. Había sido demasiado astuto para eso, y había recogido todo con una palangana. ¡Ja, ja!
Cuando terminé todas estas tareas eran las cuatro. Todavía estaba tan oscuro como si fuera medianoche. Cuando el campanario daba la hora, alguien golpeó la puerta de calle. Fui a abrir tranquilamente. Terminado el trabajo, ¿qué podía temer? Entraron tres hombres que se presentaron, cortésmente, como agentes de la policía. Un vecino había escuchado un grito durante la noche; se sospechaba un crimen. Se había radicado una denuncia en la seccional policial, y ellos había sido designados para revisar la casa.
Sonreí. ¿Qué podía temer? Di la bienvenida a los caballeros. El grito, les dije, lo había lanzado yo en sueños. El viejo, informé, se hallaba en el campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Les invité a que revisaran bien, muy bien. Más tarde los llevé a la habitación y les mostré los tesoros del viejo, intactos y seguros. Me tenía tanta confianza que les traje unas sillas al cuarto y les sugerí que descansaran allí de sus fatigas, mientras yo mismo, en la más salvaje audacia de mi triunfo impecable y perfecto, colocaba mi silla sobre el lugar mismo donde yacía el cadáver de mi víctima.
Los policías estaban satisfechos. Mi estilo los había convencido. Yo estaba muy cómodo. Se quedaron un tiempo a charlar de cosas nimias, mientras yo les respondía alegremente. Pero no había pasado mucho tiempo cuando sentí que empalidecía y que empezaba a desear que se fueran. Me dolía la cabeza y hasta imaginé un zumbido en mis oídos. Pero ellos seguían sentados y seguían conversando. El ruido en mis oídos continuaba y se hacía cada vez más claro. Hablé con más y más animación, para tratar de librarme de la sensación; pero el ruido continuaba y ganaba en fuerza hasta que, al final, me di cuenta de que no estaba en mis oídos.
Sin duda, me volvía cada vez más pálido, pero seguí hablando con fluidez y levantando la voz. Sin embargo, el sonido era cada vez más fuerte. ¿Qué podía ser? Era un sonido imperceptible, débil y rápido, como el sonido que produce un reloj envuelto en algodón. Mi aliento se hacía entrecortado, pero los policías aún no se daban cuenta de nada. Hablé más rápidamente, con mayor vehemencia, pero el ruido aumentaba. Me levanté y empecé a discutir por tonterías, en voz alta y con gestos violentos, pero el ruido continuaba creciendo. ¿Por qué no se irían? Caminé de un lado a otro de la habitación con paso pesado, como si los comentarios de esos hombres despertaran mi furia, pero el ruido continuaba escuchándose cada vez más fuerte. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer? ¡Echaba espuma, deliraba, maldecía! Revoleé la silla sobre la que estaba sentado y la rechiné contra las tablas del piso, pero el ruido crecía por encima de todo y aumentaba constantemente. Se hizo más fuerte, más fuerte. Y los hombres aún conversaban despreocupadamente, y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Ellos lo oían, ellos sospechaban! Ellos oían. ¡Sabían! Se estaban burlando de mi terror. ¡Esto es lo que pensaba y lo que pienso ahora! ¡Cualquier cosa era mejor que esa agonía! ¡Cualquier cosa, más tolerable que esa burla! No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas. ¡Sentí que debía gritar o morir! Gritar una y otra vez, ¡escuchen! ¡Más fuerte, más fuerte, más fuerte!.
- ¡Miserables - grité -, no disimulen más! ¡Confieso que lo hice! ¡Levanten las tablas! ¡Aquí, aquí! ¡Aquí donde se oye el latido de su repugnante corazón!

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