lunes, 22 de febrero de 2010

La ventana abierta, de Saki (Hugh Munro)


Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel - dijo con mucho aplomo una señorita de quince años -; mientras tanto debe hacer lo posible por soportar¬me.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por lle¬gar. Dudó más que nunca de que esta serie de visi¬tas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá- le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural -; te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie, y tus nervios estarán peor que nunca debido a la impresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas. Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas de aquí? - preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa. - Casi a nadie - dijo Framton -. Mi hermana estuvo aquí, en la Rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar. -Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía - prosiguió la aplomada señorita.
- Sólo su nombre y su dirección - admitió el visitante. Se preguntaba si la señorita Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambien¬te sugería la presencia masculina.
- Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir después que se fue su hermana. -¿Su tragedia? - preguntó Framton; en esta apaci¬ble campiña las tragedias parecía algo fuera de lugar.
- Usted se preguntará por qué dejamos esa venta¬na abierta de par en par en una tarde de octubre - dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año - dijo Framton-; pero, ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso. sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato, la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana-. Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron: su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su her¬mano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa
canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como la de hoy, tengo !a espantosa sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil dis¬culpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo- dijo. - Me ha cantado cosas muy interesantes- respon¬dió Framton.
-Espero que no lo moleste la ventana abierta - dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí direc¬tamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes, los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado pero sólo a medías exitoso de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada conciencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenar¬me completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violen¬tos- anunció Framton, que abrigaba la ilusión bas¬tante difundida

de suponer que personas totalmen¬te desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más ínfimos detalles de nues¬tras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio -. Con respecto de !a dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No?- dijo la señora Sappleton ahogando un bos¬tezo a último momento.
Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba a lo que Framton esta¬ba diciendo.
-¡Por fin llegan! - exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacía la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía la mira¬da puesta en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacía la ventana; cada una lle¬vaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigada spaniel de color pardo. Silenciosamente se acerca¬ron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?" Framton agarró de prisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el por¬tón, fueron etapas apenas percibidas a su intem¬pestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del imper¬meable blanco entrando por la ventana-; bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hom¬bre que salió de golpe ni bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparando sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que hubiera visto en un fantasma. -seguro que ha sido a causa del spaniel -dijo tran¬quilamente la sobrina-; me contó que los perros le producían horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esos bichos que gruñían y mos¬traban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

(En El tigre de la señora Packletide y otros cuentos, Buenos Aires: CEAL, 1989).

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