lunes, 22 de febrero de 2010

El dragón, de Ray Bradbury


La noche soplaba en el pasto escaso del pára¬mo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tene¬broso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convir¬tiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuri¬dad les latía calladamente en las venas, les gol¬peaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los párpados de lagarto del otro. A1 fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No, idiota nos delatarás!
-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
-Es la muerte, no el sueño, lo que busca¬mos...
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿El dragón nunca entra en el pueblo!
-!Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo ve¬cino.
-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos. Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, co¬mo tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suave¬mente, suavemente.
- Ah ... - El segundo hombre suspiró -. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanque¬cino; se lo ve arder a través de los páramos oscu¬ros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mue¬ren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruo¬sas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
-¡Suficiente te digo!
-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desola¬ción, ni siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos años después de Navidad.
-No, no - murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados -. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desapare¬cido, la gente no habría nacido todavía las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún, en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos am¬pare!
-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sa¬bemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra ar¬madura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del pá¬ramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiem¬po. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los hue¬sos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. E1 viento era mil almas moribundas; siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hom¬bre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempes¬tades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descen¬dente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
- Mira ... - murmuró el primer hombre -. Oh, mira, allá...
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y mon¬taron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreci¬so, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
-¡Pronto! Espolearon las cabalgaduras hasta un claro. -¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las vi¬seras cayeron sobre los ojos de los caballos.
-¡Señor!
- Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hom¬bres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y 1a bestia prosiguió su carrera.
-¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro ne¬gro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
-¿Viste? - gritó una voz -. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
-¿Vas a detenerte?
- Me detuve una vez; no encontré nada No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
- Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se mo¬vió.
Una ráfaga da humo dividió 1a niebla.
- Llegaremos a Stokely a horario. Más car¬bón ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

(En Remedio para melancólicos)

No hay comentarios:

Publicar un comentario